lunes, 8 de octubre de 2018

En el nombre del lector

¿Sabes que es lo triste de dormir? La gente usualmente tiene dos respuestas: una es, con algún dejo de romanticismo melancólico, dormir es triste porque al despertár dejas de soñar. La otra afirmación es de un optimismo tanguero. Un tercio de tu vida se va sin sentido alguno.

Mientras miro por la ventana del tren, me pregunto si mi respuesta personal es valida. A pocas estaciones de distancia hay alguien esperándome (o estará esperando allí a mi llegada).
Quiero concretar mi sueño. Un día leí en un sueño un cuento que jamás había leído, referido a un misterioso libro arcano. El cuento después lo leí en una antología de cuentos argentinos.  Desde ese día solo sueño con cuentos que leo, y mientras los leo se que mi sangre se vuelve tinta y se escabulle, para escribir las páginas del próximo libro que iré a leer. Después, ya despierto, encuentro que todo lo que leo ya lo hube leído anteriormente. Siendo librero, y la pasión de mi vida la lectura, siento que mi vida ha quedado descolorida. Hace poco llegué a la conclusión de que si no conseguía el libro de mi sueño y podía romper la maldición dormir me llevaría al suicidio.
En la búsqueda de mi zahir no he cesado en recorrer las librerías y bibliotecas de la ciudad de buenos aires. Vanamente.
Ayer a la noche el Tano me llamó por teléfono, me dijo que encontró el libro por Lincoln, en una biblioteca abandonada que hay en el subsuelo de una casa habitada solo por un “anciano decrépito”.
Al llegar a la estación de tren y saludar al Tano siento perder la conciencia. Al despertár, tengo los ojos vendados, y siento el ronroneo de un auto (supongo que estoy en uno).
-¿Qué pasa?-Digo.
-Estamos por entrar en la casa, el viejo me dijo que no quiere que se sepa que el tiene el libro oculto allí.
Escucho apagarse el motor. Me llevan hacia un lugar, escucho abrirse las puertas. Me sacan la venda de los ojos y saludo a un señor cano, con las manos enjoyadas con anillos dorados. Se sonríe morbosamente. Me invita a pasar al sótano, lo sigo. A paso de tortuga llegamos a un anaquel. Me señala entre los tomos uno no muy grueso.
-Nunca comprendí lo que me decía, más allá de que fuese fascinante lo que de él se contaba. Hace años lo encontré en la biblioteca nacional. Después de obsesionarme unos meses con él, comenzó a ocurrir que toda hoja que buscara en el decía siempre lo mismo. “A vos no te convoqué”. Me aburrí y lo dejé acá juntando mugre.
A mí si me había llamado, le pedí al señor que me deje contemplar a solas el libro. Se rió pa’ sus adentros y se fue. Lo saqué cuidadosamente de la estantería, abrí el libro de arena, se abrieron las venas de mi mano derecha, se transformaron en una lapicera. Comencé a escribir.

HOY SOY EL LIBRO Y SOY FELIZ (ya no duermo).

jueves, 4 de octubre de 2018

Como un perro

Juan abrió la puerta. La mesa quieta, de patas verdes, con una de las cuatro sillas que se escondían debajo de su tabla invitándolo a sentarse.
Estaba Marina sentada frente a donde Juan se iba a sentar, apagando la tele. Marina saludó a Juan con gran calidez, le ofreció mate y biscochitos.
-¿Cómo estás, querido? Volviste temprano hoy.
-Terminé temprano las cosas y el jefe me dijo que no era necesario que me quedara perdiendo el tiempo para completar el horario. –Dijo Juan, entre sorbo y sorbo.- ¿Cómo te fue con la entrevista?
-En la radio no funcionaba el teléfono, tuve que pasar música y cambiar dos bloques del programa.
Después de un rato de charlar fueron a los sillones a ver la tele, abrazados. Al rato llegó carlo’ y le dijo a Juan de ir a tomar una birra a mitad de cuadra, mientras miraban el fulbo’. Las paredes miraban lagrimeando, sollozando discretamente.
Como un perro (cuento)
En el bar, Sebastián tenía el alma atenta a la radio, cuando llegaron Juan y Carlo’. Pedro atento con su café al disimulado diario. Se sentaron a escabiar, comer maní, un tostado de jamón y queso, y a decodificar con el relato de la radio el river-boca. Pedro resolvía, resignado, los crucigramas, y sin que Juan lo viera él lo miraba de reojo. Cuando terminó el primer tiempo se le acercó, a Juan, Pedro, para confesarle que siempre lo había amado. Juan no supo que responder, se sonrojó.
Mónica llegó al bar y se sentó a repasar el libro de termotecnia avanzada. Al ratito se acercó a pedirle un té a Sebastián y le preguntó a Pedro sí tenía un minuto para arreglar un par de cosas de las clases de la escuela. Pedro se descongeló y fue con ella a planificar tercer grado, se pidió otra cerveza mientras Juan y Sebastián volvían a sintonizarse con el partido.
Cuando terminó el partido Carlo’ se despidió de Juan. Juan fue a pasear un rato al parque, porque le llegó un mensaje de texto al celular que decía “encontremonos junto a la casita del parque avellaneda”. La remitente había sido Sofía. Cuando Juan llegó, ella le dijo que su deuda había sido saldada. Él la abrazó y después de unos mates volvió para su casa.
Buenos Aires
Marina y Laura estaban jugando al ajedrez. Las tres personas se pusieron a charlar sobre abstracciones. A dos jugadas del mate, sonó el timbre. Marina tomó su bici y se fue, mientras entraba el inspector. Indicó que quería hablar a solas con Juan. Laura lo abrazó intensamente y se fue. Juan sirvió dos tés. El inspector agregó azucar a las dos tazas. Le informó a Juan que, por más que fuera un buen tipo, había cometido un Delito que lo llevaba a una situación grave con la ley. Juan decidió tomar el té, aceptando la muerte, para no tener que pedir juicio ni replica. El consideraba justo su castigo.

Marina lloraba. Carlo’ lloraba. Sebastián y Sofía lloraban. Pedro lloraba. Laura lloraba. Mónica lloraba. Juan ya no, pero su cadáver era coronado por una sonrisa.
Tango

sábado, 22 de septiembre de 2018

En las entrañas del mall

Mediodía. Al menos una semana sin encontrar la salida. La gente va de un lado a otro, sin brújula y sin radio, disimulan disfrutar, muestran con poses su sufrimiento o disfrutan encontrarse en este infierno. La vanidad, la estupidez y la pereza, la mentira y el lujo y el descaro del vómito consumista.
Voy otra vez al patio de comidas. Me detengo en el McDonalds y compro una hamburguesa. Pago con la tarjeta de crédito que le robé a una anciana moribunda. El cajero se da cuenta y me pide un soborno para aceptarla. Le doy dos pesos y se pone contento.
Voy mofando la hamburguesa. Está en tan mal estado que a la media hora ya tengo que ir al baño para evacuar, porque me causa diarrea. Después de limpiarme el orto me doy cuenta que un yuta está esnifando merca.
-¿Querés un poco de coca?-Me ofrece el yuta.
-Dale.-Me sirve un pase. Lo tomo. Quedo re duro.
-Si queres otro pase mata al viejo que está tomando un café en Starbucks. Hay un cuchillo que está debajo del bonsái de palmera.
Salgo del baño, agarro el cuchillo, voy al café. El viejo está medio vomitado.
-Te mandó a matarme, ¿no?
Dejo que reine el silencio. Estoy en la duda de si cortarle el cuello o apuñalarlo.
-Te chamuyó, no tiene más frula. Si volves te pega un tiro.-…Decido cortarle el cuello…-Y si te interesa salir de acá yo se como podés hacerlo.-Me detengo. Lo miro.
-Te escucho.
-¿Vos sabes que es este lugar?-Me pregunta el abuelillo.
-Es un mall.
-No. Este es Él Mal.-Lo miro.
Pienso “¿Cómo puede esto ser el mal, si el mal y el bien no existen, viejo chupa pija?”. Se ríe y niega.
-Se que no me creés. Te olvidaste al llegar, al igual que yo, al igual que todos los que estamos acá, que diferencia había entre lo malo y lo bueno. Parecen ser lejanas abstracciones de hipócritas… pero viendo este lugar te das cuenta de lo vacío que deja a todo el que pisa acá.-Asiento ante lo que me dice el viejo hincha huevos… ¿me tengo que comer la introducción y cuatro capítulos antes de que me diga lo que sabe?
-¿Por qué te quedas acá si sabes como salir de este eterno bodrio?
-Yo no puedo salir. Me quedé demasiado tiempo acá.
Lo miro.
-¿Y como salgo?
-Mira, yo soy físico -Sigue divagando…-e Ingeniero nuclear, trabajo por “whatsapp” para el pentágono. Por eso me pude dar cuenta que era lo que uno tenía que hacer… lo único que tenes que hacer es todo el camino exactamente al revés de cómo lo recorriste para entrar.
-¿Solo eso? Ya traté y no pude.
Comenzó a reírse a carcajadas.
-¿Cuál es el chiste, viejo forro?
-La segunda ley de la termodinámica. Es inviolable, dice que “todo proceso real es irreversible” o, en castellano “lo hecho, hecho está”.-Dijo desternillándose de risa.
“nadie puede volver atrás los pasos que caminó”

Lo miré con todo mi odio. Lo apuñalé con mi mirada antes de degollarlo.
El cuchillo corrió para atrás. Se le reconstruyó el cuello, fue al revés nuestra conversación al él ponerse serio. Volví al baño, dejando en mi camino el cuchillo. Estornudé toda la cocaína. Mi orto tragó toda la mierda del baño. Vomité la hamburguesa. Un cajero me dio dos pesos de un soborno y después gané dinero vendiéndole a McDonalds la hamburguesa, me pagaron a la tarjeta de banco de una anciana a la que devolví la vida reconstruyendo su cabeza al correr los fragmentos de un jarrón…
Unas dos semanas antes retorné al flujo habitual del tiempo.
-Volver del mal es imposible, por la segunda ley de la termodinámica.-Dijo Ulises, mi amigo.

-Te equivocas. Solo es muy improbable.-Le dije.- La segunda ley es estadística. Te tengo que contar algo que está para que lo escribas...

jueves, 9 de agosto de 2018

Sapo de este pozo

Había sido un chiste tan malo que ni había causado gracia a los sapos de la laguna, los cuales estaban siempre risueños desde que las fábricas de la periferia de la urbe encontraron conveniente arrojar sus residuos en dicho lugar. Me apené un poco al darme cuenta que no me dejarían cruzarla, y debería bordearla para llegar a mi poblado. Siendo así, llegaría más allá de las nueve, en lugar de a las ocho, y ya habría terminado el festival, y debería dormir sin cenar por ser demasiado tarde y yo levantarme demasiado temprano para ir a enseñar al colegio. Ya habiendo caminado la orilla durante quince minutos apareció un sapito un tanto peculiar, teñido de arcoíris.
-¿Queres cruzar? – Preguntó de un modo anómalamente descarado.- Si me das la cinta que hay sobre tu pecho te lo permito.
Sapo de este pozo.
Lo miré con extrañeza. Miré hacia donde señalaba, tenía una cintita roja sobre el centro de mi pecho, tenía escrito algo. La saqué para verla mejor y se puso rosada, tenía escrito mi nombre. La giré un poco, se la entregué al sapito y me ofreció una balsa. Crucé por el río.
La fiesta fue agradable, mis amigas y mis amigos me brindaron mucho afecto y charlamos bastante. Había habido recientemente una abundante pesca de aguas vivas. Estaban sabrosas con tomate y palta. Bebí sin excederme demasiado y caminé en tranquilidad hacia mi hogar.
Dormí con mi frente cultivando una suave resaca que me acompañaría a dar clases entorpeciendo la fluidez de mi lenguaje.
Al despertar con le retronar de la alarma que inauguraba mi día fui a vestirme, luego traté de apagar la alarma pero mis intentos fueron en vano. Desayuné tostadas, agua (mucha) y una aspirina. Agarré el morral, la bicicleta, y pedaleé hasta el colegio. Cuando llegué al aula mi trabalenguas resacoso impidió que se comprendiera nada de lo que mi boca profería… igual los alumnos no registraron mi presencia… incluso pasó una desconocida, vestida de corbata, que dio la clase que debía dar yo. Al tomar todos con naturalidad ese hecho me fui con la furia en mi encarnada al bar, a escabiar.
El dueño no me registró y me serví por mi cuenta lo de siempre. Pagué y me fui cargando preocupación en mi encéfalo. Sentía que me faltaba algo.
Fui a meditar frente a la laguna. Pasó el sol, pasó la luna y varias veces vi repetirse ese ciclo. En una de esas se acercó a mí el sapo arcoíris.
-¿Sabes que cuando me entregaste tu nombre dejaste de ser y pasaste a formar parte de mi imaginación?

Me desperté. Todas las cintitas seguían estando, flotando en el estanque, sobre la hoja.

domingo, 1 de julio de 2018

Me visitan cuando llueve


Desde la ventana de mi habitación podía escuchar la lluvia, y los pasos que siempre llegaban cuando la misma caía. La recibí con una sonrisa, estaba con su campera empapada, pero había podido resguardarse a tiempo. Ella me miraba como si fuera un ángel, por más que yo sabía que no había nada que me hiciera merecer tal afecto. Podía adivinar entre sus rulos una hoja del otoño recién terminado, en el bosque siempre caen hojas en otoño. Muchas. Cerré la puerta, encendí la alarma y nos fuimos a la cocina.
El té en invierno tranquiliza, hace olvidar las inclemencias del mundo. Nos mirábamos sin intercambiar palabra, como si el mundo fuera solo sonrisas tímidas y complicidad. Dejamos las tazas en la pileta, y nos fuimos a mi habitación, a ver por la ventana las ramas agitadas por el viento. No teníamos miedo, al menos durante ese rato estabamos en nuestro refugio, abrazadas, felices. No teníamos razón para planificar un mañana que sabíamos que era ausente, pero mientras tuvieramos la eternidad del ahora queríamos sentir el calor de nuestros cuerpos. Ella estaba apenas fría, y me dijo que quería que nos dieramos una ducha. Le besé la oreja, y nos fuimos a bañar.
Agua corriendo por nuestro cuerpo, nos cuchicheábamos secretos sobre cosas que nos habían ocurrido en los últimos meses. La sonrisa no parecía posible que se borrara de su hermoso rostro. Cerró los ojos, me besó en el cuello. Le dije de volver a la pieza a ver una película, mientras nos fumábamos un fasito en la cama, acariciándonos. Que había solo visto la mitad porque sentí que tenía que verla con ella. Ella me dijo que prefería hacerlo más tarde, pero que le gustaría que fuéramos a la cama, que estaba muy cansada pero que quería poder lamerme un poco antes de caer rendida del sueño, que solo la mantenía despierta la ansiedad. Le dije que “tus deseos son órdenes”, en un tono ligeramente risueño.
Me gustaba que me atara, que me hiciera sentir su voluntad sobre mí. Me gustaba la pasión de sus labios, de todos sus labios. Como me agarraba con fingida brusquedad, como me mostraba su cariño jugando a ser firme. Ella se durmió encima mío, luego de desatarme, su pecho contra el mío. Escuché la alarma.
Me levanté rápido, tratando de no despertarla. Agarré una lata de gas somnifero, y fui a paso decidido hacia la puerta de calle. Podía oír los pasos,  los pasos que escuchaba a cada lluvia. Podía escuchar los rasguños sobre la puerta, la risa falsa. Me quedé estática frente a la puerta, con la lata en alto, esperando que se abriera, o escuchar los pasos de retirada. No podía escuchar nada, no pasaba el tiempo, estaba en una eternidad de terror. Sentía como se agrietaba todo lo que me rodeaba, como se volvía efimero e ilusorio lo que me hacía creer que podía permanecer en esta realidad y seguir cuidando de ella. Abrí la puerta, para romper el hechizo. No había nadie, pero el el barro había huellas de pies arrastrados desde la puerta hacia la derecha. No quise seguir con la mirada el camino del infierno, tenía tiempo solo de ir corriendo a buscarla, antes de que la bestia maldita la encontrara. Cuando llegué a la habitación, la criatura de la noche ya había entrado por la ventana, y estaba enroscada sobre si misma, sentada sobre la espalda de mi brujita, con un puñal en la mano que todavía no había decidido utilizar. Supe que cualquier cosa que quisiera hacer podía terminar en calamidad, por lo que me quedé en la oscuridad, viendo a la bestia-pesadilla sonreír de modo tan extraño.
La bestia-pesadilla miraba el cuchillo, sonreía mas, lo lamía, lo volvía a tener, pasaba una mano por la espalda de mi querida, contenía una risa perversa, volvía a pesar en la mano el cuchillo, miraba al techo, sonreía ¿Qué le producía tanta gracia, tanto placer? El miedo me helaba, y la bestia-pesadilla seguía mirando sonriente su cuchillo, que era grande, similar a una katana japonesa, pero con caracteres cirílicos y coreanos inscriptos en la cuchilla. Miró casi para donde yo estaba, parecía pensar que estaba al lado mío alguien. Miré, había un dibujo en la pared que estaba iluminado, con un pequeño poema que habíamos escrito la lluvia pasada, con carbonilla, rodeado de algún que otro dibujo a mano alzada decorado con alguna que otra mancha de aerosol a su alrededor. La bestia-pesadilla se enfureció, le dio una puntada en el hombro a mi compañera, y se fue por la ventana que había entrado.
La bruja se despertó con un grito de dolor, y se puso a temblar. La abracé y le dije que todo estaba bien, que su poema la había salvado. La vendé y me quedé consolándola toda la noche. A la mañana partió devuelta a recorrer los prados, una herida no le iba a cortar la vida.

viernes, 22 de junio de 2018

¡Oh, arbusto del mal!

El arbusto maligno acechaba tranquilo a su víctima, que nunca hubiese esperado la temprana y bizarra muerte que le tenía deparado el destino.
El arbusto en flor vio acercarse al mono. “Faltan diez pasos… nueve… ocho… siete… seis… cinco…” al agarrar la primera valla que el tierno e infantil primate tuvo a mano fue atrapado por las ramas, deshuesado… y deglutido.
Las flores se pelearon por hasta el último resto de carne. Después, el arbusto se arrastró a su cueva a dormir por otros seiscientos años.

La isla, a lo lejos, no llama la atención, sobre todo porque ninguna persona había registrado su existencia. Estaba parcialmente inundada y su flora era de un color celeste traslúcido (aunque se tornaba gris, negra y carmesí durante las tormentas) y su fauna era poco abundante. En su mayoría tenían mejor camuflaje que los camaleones.
Por todo ello, cuando Lorena naufragó cerca de estas tierras, nunca se imaginó salvarse pese a los breves kilómetros que la separaban de ese infierno tropical.

Lorena se despertó en la transparente costa y comprendió que estaba viva. Vio a su alrededor el pasto transparente como el vidrio y los conejos voladores que daban un aspecto paradisíaco al lugar en que se hallaba. Decidió aprovisionarse al ver el sol atardeciendo y sentir el hambre mordiendo su barriga.
Al ver el espeso bosque de madera cristalina y la noche avecinándose corrió a buscar refugio bajo de los árboles. Cuando se sentó bajo uno particularmente frondoso sintió algo palpando sus piernas. Saltó asustada. Gracias a eso evitó ser devorada por un ser similar a un sapo aplastado muy (pero muy) grande. Arrancó una rama del árbol y ahuyentó a la bestia. No teniendo hambre suficiente como para probar ninguna de las extrañas especies que la rodeaban, Lorena se quedó ligeramente dormida en el pasto.
Se despertó a la mañana con el cuello lleno de picaduras extrañas sintiéndose ligeramente mareada por la anemia. El pasto en que había recostado su cabeza estaba saciado y rojo. Lo miró con asco, pero prefirió a detenerse arrancar la búsqueda de rastros de civilización (los cuales no dudaba encontrar por creer que en todo lugar en que hubiera tierra había gente).

Me detuve a las pocas horas de iniciar mi caminata y miré a lo lejos a ver si encontraba humo. Viendo un hilito de humo a lo lejos decidí dirigirme hacia ese lugar. Con mi ramita y mi prudencia me fui abriendo paso entre los matorrales y las pequeñas alimañas que se cruzaban en mi camino. Por suerte, aun siendo todo lo vivo de ese lugar transparente, una pequeña capa de polvo arrastrado por el viento se pegaba a todo lo muy húmedo, por lo que podía saber a poca distancia que mala sorpresa me esperaba para devorarme. El pasto bebía pizcas de mi sangre que chupaba por las plantas de mis pies como si se tratara de bandadas de mosquitos. Podía escuchar a las aves desafinando extasiadas en su vuelo.
Cuando a poca distancia pasó un ave para comer una fruta de un árbol el hambre me pudo y traté de treparme al árbol para ver como el ave arrancaba rápidamente la fruta y se escapaba de ser engullida por una especie de salamandra. Agarré de un manotazo a la salamandra y me arrojé al suelo. Agarré mi rama y la atravesé con la misma. Mi mano ardía, el reptil tenía una piel irritante.
Buscando una piedra para tratar de reemplazar a mis ausentes cuchillos encontré una especie de navaja de metal tirada en el suelo. Estando ya mas cerca del fuego supe su origen. Despellejé la salamandra para poder comer su carne cruda. Era de sabor parecido a la cebolla y largaba un líquido que hacía llorar los ojos.
Con la mar rugiendo a mis espaldas y el sol apagándose en el horizonte decidí cortar unas hojas de una planta que no eran irritantes ni parecían venenosas (la planta estaba llena de espinas mas filosas que puñales, al igual que toda porquería que hubiera en esa isla). Las puse sobre el pasto en que iba a dormir, estaba harta de alimentarlo.

Mientras amanece el gruñido de una bestia me despierta. Me levanto rápidamente y veo los huesos de un bebé delante de mí y una bestia moviéndose sigilosamente. Corro sin saber en que dirección estoy yendo hasta que me encuentro frente a unas casas. Todavía con el miedo a flor de piel me acerco a una y toco la puerta.
-¡Ayuda!-Grito.- ¡Soy naufraga de tierras lejanas! ¡Tengo hambre, sed y frío y confío en la hospitalidad de la gente de este lugar!
Escuché un murmullo. Vi abrirse la puerta de donde salieron unos monitos vestidos. Me miraron. Pude ver inteligencia en sus ojos (si me cabía alguna duda podía mirar las casas que habían construido).
Ellos no entendían que les decía, pero igual me cobijaron y alimentaron. No eran tan supersticiosos como para creer que yo fuera una diosa, pero no tomaron como signo de buen augurio mi presencia. Me indicaron con un dibujo sobre la tierra que me debía volver de donde había venido. Yo les indiqué que provenía del otro lado del mar. Dibujé una balsa y un remo. Decidieron ayudarme, pero me debería quedar un mes más en ese lugar.

El anteúltimo día antes de partir me enviaron a recoger leña cerca de un monte, con un hacha de mano para talar y defenderme. Mientras talaba un árbol pude escuchar un gruñido que puso mi piel de gallina. Miré atrás mío y vi a un arbusto arrastrándose como si fuera un guepardo, acercándose a mí. Extendió una rama con un fruto. Yo me acerqué, sabiendo que la bestia que dejaba los pálidos huesos de mono repartidos por la selva estaba buscando engañarme. Alcé el hacha y la dejé caer a poca distancia del horripilante ser. Mientras la bestia huía pude ver sus ramas teñidas de sangre. La corrí hasta la puerta de su cueva. Era pequeña, podía entrar con dificultad un pequeño perro allí. Busqué piedras y tapé la entrada. La bestia del otro lado se lamentaba. Volví a la aldea y les dibujé lo ocurrido. Me fui a dormir. A la mañana siguiente la balsa y el remo me esperaban para partir devuelta a mi civilización. Decidí mantener los labios sellados cuando volviera a la misma para no ser tomada por demente.

jueves, 17 de mayo de 2018

Lejos del Hades

-Soñé otra vez.
-Continúe.
Ojos inyectados en sangre, cicatriz de rostro reconstruido. Desde la primera vez que lo vi pensé “de algún lado lo conozco”. Me hablaba, me miraba, se babeaba. Continué haciendo garabatos, como si escuchara lo que el tenía para contarme.
-Estaba en mi habitación cuando la criada trajo el diario. Lo abrí y traté de leerlo, pero todo lo que había eran jeroglíficos de lenguas desconocidas…
Empezó a morderse el pulgar derecho. Me sorprendí, y decidí que debía corroborar si no se hallaba endurecido mi cliente le hice una tercer pregunta.
-¿El diario era de papel, lija o cerámica?
-De papel. La taza de té era de cerámica. ¿Cómo lo supo?
-Secretos de analista. Continúe.
Anoté en mi libreta “Alfredo está gravemente endurecido”.
-Como le venía contando, busqué en el oscuro diario y solo me hizo desistir escuchar una mísera gota caer en el pulcro suelo. Escuché que caían gotas cada pocos segundos, todo el tiempo. Me imaginé aquella antigua tortura china en la que inmovilizaban a una persona bajo un enorme balde de agua con una pequeña gotera, no dejándolo dormir y horadando su conciencia para llevarlo a la irreversible locura. Comencé a sentir como si sudara sin dejar de estar seco. Miré a las paredes, al techo, me subí a la mesita de luz, abrí la puerta y me paré sobre ella para saltar. Con mi aliento escapé de la habitación, pero seguía escuchando la gota. Dejé atrás mi mansión, dejé mi auto y mi familia, mis empresas y todo lo que era mi vida corriendo y corriendo para alejarme de ese sonido infernal, hasta que me paré frente a una vidriera y me vi reflejado en el espejo. Ahí desperté.
-¿y que sintió?
-Angustia. Como cuando me quieren sacar una foto.
Lo miré. Su endurecimiento neurótico estaba dando a su mente una topología de toro alzado, como si tuviera miedo de que su unidad se volviera imaginaria. Él temía ser castrado. Aunque una regla importante dice que lo único que debo hacer con mis clientes es escucharlos en este caso resultaba necesario tomar una medida drástica para poder destrabar su subconsciente. Le di un lápiz, significante de el “Yo” castrador del “Ello”.
-Tome, intente quebrarlo.- Le dije, seriamente. Acomodé mis gruesas gafas para mostrar mi indubitable profesionalismo.
Yervant se sorprendió primero por mi propuesta. Después lo quebró exitosamente.
Le ofrecí una escoba, significante de la brujería y de la castradora dominación femenina.
-Pártala contra el suelo.
Lo hizo con total éxito, y sin que yo le indicara continuó destrozando los objetos significantes de la castración que había en el consultorio. La silla, el escritorio, la biblioteca, la computadora. Lo detuvo un sonido pirotécnico.
Nos asomamos a la ventana y vimos a un policía corriendo a un ladrón que conducía una moto. En plena persecución estaba iniciándose un estúpido tiroteo. Alfredo parecía absorbido por la imagen. Al final, una bala pinchó una goma de la moto y el ladrón salió disparado. En el suelo, con los policías acercándose para reducirlo, sacó su pistola y se pegó un tiro.
-Eso fue lo que paso. –Afirmó Yervant mirando fijamente al cadáver de la moto.
Miré mi reloj. Eran las cuatro y cinco. La sesión debería haber terminado.
-Bueno. Como en esta sesión claramente hubo un avance.
-Si, recordé mi verdadero nombre. -Dijo. Lo miré. Me miró. Sacó un revolver y se pegó un tiro. No salió sangre ni sesos. Vi el agujero en su rostro. Se limpió con una servilleta. Me pagó lo que me debía por destruir el consultorio.

Cuando se estaba yendo pude reconocer su cara. Era sorprendente, pero todos tenían razón. El se había suicidado. El no se había muerto. Quizás no le sorprenda a nadie que esté hablando de Alfredito Yabrán.

martes, 15 de mayo de 2018

Viento escarlata

El viento lo decía todo. Este día era el profetizado, y este mundo maldito cesaría al punto de no quedar de él más que olvido, ni ruinas siquiera. Sus cenizas se las llevaría el viento.
Clara Corría por la calle, cubriendo de las quemaduras su cuerpo con su gruesa campera de simil cuero. El viento cortante había hecho refugiar a les camioneres en los bares, tras espesas jarras de cerveza, que agoraban el fin eventual de la jornada, pero Clara veía más allá de su seguridad: Tenía una misión.
No se veía el horizonte, desdibujado por ondas de extraña procedencia. Al llegar a la puerta de la galería abrió la puerta, disparó hacia dentro, y cerró en menos de un pestañeo. Se internó en la estructura para encontrarse con Andres y Sansón, quienes estaban frotándose y besándose con mucho énfasis sobre la mesa de la recepción.
-Chée, aflojen un toque. Hay cosas que hacer, el mundo no se puede acabar hoy.- Dijo Clara, mirando en otra dirección.
Con un gesto digno de un león, Andres acabó sobre sansón, y se inclinó a succionar el orgasmo de su compañero. Luego, se limpió los labios, se puso el pantalón, y sacó las llaves.
-¿Estás segura de intentarlo?-Tomás dijo acercándose a la puerta.
-Mirá que ir contra el destino-Dijo, recostado, Sansón.
-Los profetas del fuego sagrado no merecen el placer de arrasarnos, el mundo estéril de sus sueños (al que quieren retornar, como los dioses quisieron el olvido de Prometeo y sus artes) no merece lugar ni recuerdo. Vencimos la esclavitud, vencimos el hambre, el odio puede ser vencido.
Con esas palabras, Clara avanzó por los pasillos amuralados hacia la sala de las armas. El arsenal era formidable, pero ella solo necesitaba el revolver aguja. Arma pequeña de gran precisión. Lo tomó como a un niño del diablo, y cuando estuvo al borde de meditar, lo guaró en un bolsillo interno de su chaleco y caminó derecho hacia el tunel que la dejaría en el lugar crucial.
Entre mis compañeres había quien se había logrado infiltrar entre los profetas, servidores del "odio cósmico". Fue tarde, a ellos les habían ya dicho como invadir.
Tarde, pero no tanto. Su plan dependía en un solo eslabón fundamental de la acción de una única persona. Yo no tenía seguridad sobre quien sería, pero alguien se infiltraría a la central para causar alguna falla, no teníamos claro de que tipo.
Me oculté en un rincón sobre uno de los equipos casi tan altos como la habitación, y tranquila esperé.
Pasaron las horas.
Se acumulaba el sueño.
Se acumulaba la irritación.
Mi cerebro buscaba el odio,
tuvo donde encontrarlo.
Casi a la medianoche llegó un viejo de cara de serpiente a la habitación, apunté a su nuca, giró ya habiendo prendido el equipo que llevaba. Me miró fijamente.
-Detenerme, inmolarme, no servirá de nada. Suelta tu dolor, suelta tu esperanza ¿acaso no sabes que el mundo hoy se acaba? Yo solo soy peón de un ajedrez que juegan dos soldados en medio de la guerra. Como si yo solo fuera una fugaz ficción, mi vida o mi muerte no cambiarán nada.
Seguí apuntando, pero aflojé las manos. El enchufó la máquina y se fue. Volví por el túnel, mientras oía las hojas pisadas.
Llegué a la sala de armas, dejé el revolver.
Volví entre los murales y el crepitar. Me miraron consternados a mi regreso. Yo sentía la respiración como un sueño ya aliviada a pesar de la humareda.
-¿Por qué? ¿Al final cediste ante el destino?
-No, salgamos a ver el amanecer nocturno-Dije calmamente.
Entre toces, subimos las escaleras hasta el final del edificio. Era hermoso el carmesí.
Aterrizaban los ellos, pero yo era feliz.
Solo quería ver el mundo arder.

domingo, 11 de marzo de 2018

La autopista

Me desperté en medio de un valle de faroles y árboles, era de noche. A lo lejos se veía el nacimiento de un monte que terminaba por encima de las nubes (tal vez en el infinito, me imaginé hace unos años). Me levanté y busqué a mi alrededor los árboles blancos. Me dolía la cabeza, como si una estrella de mar de ardiente estuviera pegada desde mi coronilla hacia mi frente. No había ningún árbol que yo conociese hasta donde alcanzaba mi mirada, y de reojo recordaba de mi sueño una sonrisa. Encontré un rastro de sangre en el suelo, como si estuviera mal limpiado, y la tierra parecía un abominable vampiro bebiendo el rastro.
Empecé a seguir el rastro entre árboles y faroles, en paralelo a la montaña, oliendo los jazmines alienígenas que me rodeaban.
Llegué a una cueva, donde había una estatua de piedra de un anciano gnomezco, con una grotesca sonrisa. Me adelanté a esa boca que surgía del suelo.
Había una tenue neblina adentro y un silencio denso como sopa de cebolla, había luces de túnel en el techo. Colgué mirándolas, y en un momento encontré que había perdido el rastro de mi sangre. Recordé la estatua del anciano, tenía sangre entre los dientes. Escuché el ruido a lo lejos, creí comprender todo y eché a correr, hasta que vi que se abría una grieta en el cielo. Los árboles blancos, y el anciano de piedra sonriéndome. Salté como un gato a la rama mas cercana, escuché durante unos minutos su rugido, y después su risa descarada, una carcajada.
-¡Ya te vas a bajar!-Rujia el anciano, relamiéndose entre palabra y palabra.
No le contesté, y fui saltando rama a rama, de árbol en árbol, acercándome a la ciudad.
-Ya te vas a caer, ¡cagón! – rugía a veces.
Yo sentía como pasaba de a poco la semana. Empecé a escuchar los autos a lo lejos, estaba cada vez más cerca de la ciudad.
Vi la autopista.
-¡Vas a venir de  rodillas, pidiéndome que te salve del olvido y de la muerte!-Me dijo, como babeándose de hambre, supuse.

Entré a la ciudad. Vi como yo mismo salía, las personas decidieron olvidarme… me acerqué a hablarles, nadie me escuchaba. Unos diablos y gusanos se me acercaron con lanzas y empezaron a atacarme. Huí despavorido de ese infierno y fui a buscar al anciano de piedra, para que me comiese.
Lo ví a lo lejos, y al borde del desmayo me acerqué a él, sangrando y llorando como un cerdo, colmado de cortaduras que los diablillos y gusanos me habían hecho. El anciano me ofreció un puñado de cerezas, escupió al piso un carozo. Sus dientes parecían manchados de sangre, agarré de las cerezas que el me ofrecía, comí. Empezó a limpiar y curar mis heridas.
-Esta vez no huyas, primero recuperate y después vemos como hacemos para volver.-Dijo el anciano.
-¿Vamos a volver? Se murió el viejo sabio y la Pacha está sellada por un maleficio.

-Vamos a volver, también Odín murió, pero continuaremos igual, tenemos a Minerva de nuestro lado.

Gatos Amarillos

Me desperté en la playa. No había nadie, lo que era raro, estabamos en plena temporada, Mardeajó, cinco de la tarde, cuando esperas escuchar los chillidos de la infancia jugando en el agua salada y el dulce canto de los vendedores de choclo.
El mar… ¿Cómo describirlo? El guardavidas no estaba, pero había dejado la bandera… La bandera era blanca.
Estaba más aburrida la cosa que chupar un clavo, y me molestaba verdaderamente la arena en el culo, por lo que volví a las dunas, para volver a la ciudad.
El viento tiraba arena en mis ojos, como astillas. Cerré los ojos, y con los ojos cerrados me fui corriendo a la ciudad. El viento cesó cuando dejé de sentir que pisaba arena.
Abrí los ojos enrojecidos, y pude ver la ausencia total: a donde mirara era blanco papel, salvo por unos guijarros amarillos patito… agarré uno y sentí una quemadura terrible, y al soltarlo vi que la palma de mi mano había sido devorada por la nada.
Me sentí profundamente desconcertado, y me quedé mirando como idiota para todos lados. Mi desconsuelo frenó al rato, al ver que a lo lejos estaba el inicio de una calle borroneada.
Fui corriendo, hasta que me encontré en el centro de la ciudad. Había una vieja tomando mate en el umbral. Me dirigí hacia mi casa, no había rastros de guijarros, y había gente.

Vi, como si pispeara, salir un reflejo extraño de una alcantarilla, algo amarillo patito, como un globo, decidí ignorarlo. Seguí caminando, y encontré dispersos por la calle, como emisarios del infierno, esfumándolo todo a su tacto, más de ellos que los que hubiera creído poder hallar en una pesadilla. Rendido, tomé un  guijarro, lo tragué.

El otro lado del pantano, o sea, la conciencia.

Helaba la noche y murmuraban los árboles. Estábamos caminando por avenida Rivadavia, cerca de la altura de la plaza flores. Los nidos de los sarrales que allí vivían se quedarían en unas horas sin alimento… saldrían a cazar almas y yo quería estar protegida en mi casa cuando llegase ese entonces.
No podía comprender aún el lenguaje del viento, pero si hubiera podido (aunque fuera por una breve psicosis) habría sabido si me convenía o no tomar el colectivo o seguir caminando. Era poco más que la medianoche y Laura estaba borracha, mirando al cielo, mientras yo no lograba decidirme. A lo lejos se oía un susurro. Decidí no darme vuelta, pero Laura si lo hizo. La miré.
-Eh Caro, ahí está uno de esos pájaros raros.
Carolina chilló y nos echamos a correr (ella cagada en las patas y yo de la risa). Escuché el canto de cuatro notas que anunciaba que había podido alimentarse el pájaro. Escuché que venía el colectivo, miré para atrás y vi a Carolina levantándose del piso, y al zarral yéndose majestuosamente (como un príncipe de las tinieblas). Tenía la mirada esa que tienen quienes nacieron sin haber debido.
El colectivo paró y me subí de un salto antes de que me agarrara una de esas aves del infierno. Pagué mi viaje y me senté en el asiento de más atrás. Me balanceé un poco sobre mi misma para poder tranquilizarme, para tratar de procesar mi tristeza. Se había ido una gran amiga (… para siempre, como si hubiera muerto).
Me bajé dos paradas después de donde debía, troté hasta la puerta. En la casa estaban algunas amigas de joda. Pasé a la cocina para comer algo, ahí estaba Norberto lavando los platos. Le pregunté si había quedado algo de la cena, me señaló la olla. Agarré un tenedor recién limpio y comí lo que quedaba del risotto. Fui hacia la sala en que estaba Delia jugando en la computadora, me paré al lado de ella.
-Cuando estaba viniendo venía con Caro… pero se despertaron los sarrales.-Dijo Laura con su voz queda de siempre.
Dejé la computadora, me dí vuelta, y en poco mas que un instante entendí lo que decía. No lloraba, no se la veía angustiada, me estaba mintiendo. Dijimos un par de boludeces. Escuché el timbre, abrí la puerta, era Carolina. Estaba re dada vuelta. Nos saludamos y fuimos a la sala donde se puso a decirme que el transa la había re cagado y que se sentía re decepcionada.
Carolina estaba a un costado mirando mordiéndose la mano, la escenita de siempre que no le seguía su jueguito pelotudo. Me acerqué a ella, mientras Carolina iba hacia la cocina.
-¿Qué pasa que no la saludas?-Dijo Delia, buscando mi mirada.
-Te lo dije.

-No hagas escenas, si querés inventarte cuentos andá a otra -Escuchamos un grito que venía del lado de la cocina. Fuimos corriendo hacia allí. Carolina estaba muerta y la cabeza de Norberto rodaba por el suelo.