viernes, 22 de junio de 2018

¡Oh, arbusto del mal!

El arbusto maligno acechaba tranquilo a su víctima, que nunca hubiese esperado la temprana y bizarra muerte que le tenía deparado el destino.
El arbusto en flor vio acercarse al mono. “Faltan diez pasos… nueve… ocho… siete… seis… cinco…” al agarrar la primera valla que el tierno e infantil primate tuvo a mano fue atrapado por las ramas, deshuesado… y deglutido.
Las flores se pelearon por hasta el último resto de carne. Después, el arbusto se arrastró a su cueva a dormir por otros seiscientos años.

La isla, a lo lejos, no llama la atención, sobre todo porque ninguna persona había registrado su existencia. Estaba parcialmente inundada y su flora era de un color celeste traslúcido (aunque se tornaba gris, negra y carmesí durante las tormentas) y su fauna era poco abundante. En su mayoría tenían mejor camuflaje que los camaleones.
Por todo ello, cuando Lorena naufragó cerca de estas tierras, nunca se imaginó salvarse pese a los breves kilómetros que la separaban de ese infierno tropical.

Lorena se despertó en la transparente costa y comprendió que estaba viva. Vio a su alrededor el pasto transparente como el vidrio y los conejos voladores que daban un aspecto paradisíaco al lugar en que se hallaba. Decidió aprovisionarse al ver el sol atardeciendo y sentir el hambre mordiendo su barriga.
Al ver el espeso bosque de madera cristalina y la noche avecinándose corrió a buscar refugio bajo de los árboles. Cuando se sentó bajo uno particularmente frondoso sintió algo palpando sus piernas. Saltó asustada. Gracias a eso evitó ser devorada por un ser similar a un sapo aplastado muy (pero muy) grande. Arrancó una rama del árbol y ahuyentó a la bestia. No teniendo hambre suficiente como para probar ninguna de las extrañas especies que la rodeaban, Lorena se quedó ligeramente dormida en el pasto.
Se despertó a la mañana con el cuello lleno de picaduras extrañas sintiéndose ligeramente mareada por la anemia. El pasto en que había recostado su cabeza estaba saciado y rojo. Lo miró con asco, pero prefirió a detenerse arrancar la búsqueda de rastros de civilización (los cuales no dudaba encontrar por creer que en todo lugar en que hubiera tierra había gente).

Me detuve a las pocas horas de iniciar mi caminata y miré a lo lejos a ver si encontraba humo. Viendo un hilito de humo a lo lejos decidí dirigirme hacia ese lugar. Con mi ramita y mi prudencia me fui abriendo paso entre los matorrales y las pequeñas alimañas que se cruzaban en mi camino. Por suerte, aun siendo todo lo vivo de ese lugar transparente, una pequeña capa de polvo arrastrado por el viento se pegaba a todo lo muy húmedo, por lo que podía saber a poca distancia que mala sorpresa me esperaba para devorarme. El pasto bebía pizcas de mi sangre que chupaba por las plantas de mis pies como si se tratara de bandadas de mosquitos. Podía escuchar a las aves desafinando extasiadas en su vuelo.
Cuando a poca distancia pasó un ave para comer una fruta de un árbol el hambre me pudo y traté de treparme al árbol para ver como el ave arrancaba rápidamente la fruta y se escapaba de ser engullida por una especie de salamandra. Agarré de un manotazo a la salamandra y me arrojé al suelo. Agarré mi rama y la atravesé con la misma. Mi mano ardía, el reptil tenía una piel irritante.
Buscando una piedra para tratar de reemplazar a mis ausentes cuchillos encontré una especie de navaja de metal tirada en el suelo. Estando ya mas cerca del fuego supe su origen. Despellejé la salamandra para poder comer su carne cruda. Era de sabor parecido a la cebolla y largaba un líquido que hacía llorar los ojos.
Con la mar rugiendo a mis espaldas y el sol apagándose en el horizonte decidí cortar unas hojas de una planta que no eran irritantes ni parecían venenosas (la planta estaba llena de espinas mas filosas que puñales, al igual que toda porquería que hubiera en esa isla). Las puse sobre el pasto en que iba a dormir, estaba harta de alimentarlo.

Mientras amanece el gruñido de una bestia me despierta. Me levanto rápidamente y veo los huesos de un bebé delante de mí y una bestia moviéndose sigilosamente. Corro sin saber en que dirección estoy yendo hasta que me encuentro frente a unas casas. Todavía con el miedo a flor de piel me acerco a una y toco la puerta.
-¡Ayuda!-Grito.- ¡Soy naufraga de tierras lejanas! ¡Tengo hambre, sed y frío y confío en la hospitalidad de la gente de este lugar!
Escuché un murmullo. Vi abrirse la puerta de donde salieron unos monitos vestidos. Me miraron. Pude ver inteligencia en sus ojos (si me cabía alguna duda podía mirar las casas que habían construido).
Ellos no entendían que les decía, pero igual me cobijaron y alimentaron. No eran tan supersticiosos como para creer que yo fuera una diosa, pero no tomaron como signo de buen augurio mi presencia. Me indicaron con un dibujo sobre la tierra que me debía volver de donde había venido. Yo les indiqué que provenía del otro lado del mar. Dibujé una balsa y un remo. Decidieron ayudarme, pero me debería quedar un mes más en ese lugar.

El anteúltimo día antes de partir me enviaron a recoger leña cerca de un monte, con un hacha de mano para talar y defenderme. Mientras talaba un árbol pude escuchar un gruñido que puso mi piel de gallina. Miré atrás mío y vi a un arbusto arrastrándose como si fuera un guepardo, acercándose a mí. Extendió una rama con un fruto. Yo me acerqué, sabiendo que la bestia que dejaba los pálidos huesos de mono repartidos por la selva estaba buscando engañarme. Alcé el hacha y la dejé caer a poca distancia del horripilante ser. Mientras la bestia huía pude ver sus ramas teñidas de sangre. La corrí hasta la puerta de su cueva. Era pequeña, podía entrar con dificultad un pequeño perro allí. Busqué piedras y tapé la entrada. La bestia del otro lado se lamentaba. Volví a la aldea y les dibujé lo ocurrido. Me fui a dormir. A la mañana siguiente la balsa y el remo me esperaban para partir devuelta a mi civilización. Decidí mantener los labios sellados cuando volviera a la misma para no ser tomada por demente.