El arbusto
maligno acechaba tranquilo a su víctima, que nunca hubiese esperado la temprana
y bizarra muerte que le tenía deparado el destino.
El arbusto
en flor vio acercarse al mono. “Faltan diez pasos… nueve… ocho… siete… seis…
cinco…” al agarrar la primera valla que el tierno e infantil primate tuvo a
mano fue atrapado por las ramas, deshuesado… y deglutido.
Las flores
se pelearon por hasta el último resto de carne. Después, el arbusto se arrastró
a su cueva a dormir por otros seiscientos años.
La isla, a
lo lejos, no llama la atención, sobre todo porque ninguna persona había
registrado su existencia. Estaba parcialmente inundada y su flora era de un
color celeste traslúcido (aunque se tornaba gris, negra y carmesí durante las
tormentas) y su fauna era poco abundante. En su mayoría tenían mejor camuflaje
que los camaleones.
Por todo
ello, cuando Lorena naufragó cerca de estas tierras, nunca se imaginó salvarse
pese a los breves kilómetros que la separaban de ese infierno tropical.
Lorena se
despertó en la transparente costa y comprendió que estaba viva. Vio a su
alrededor el pasto transparente como el vidrio y los conejos voladores que
daban un aspecto paradisíaco al lugar en que se hallaba. Decidió aprovisionarse
al ver el sol atardeciendo y sentir el hambre mordiendo su barriga.
Al ver el
espeso bosque de madera cristalina y la noche avecinándose corrió a buscar
refugio bajo de los árboles. Cuando se sentó bajo uno particularmente frondoso
sintió algo palpando sus piernas. Saltó asustada. Gracias a eso evitó ser
devorada por un ser similar a un sapo aplastado muy (pero muy) grande. Arrancó
una rama del árbol y ahuyentó a la bestia. No teniendo hambre suficiente como
para probar ninguna de las extrañas especies que la rodeaban, Lorena se quedó
ligeramente dormida en el pasto.
Se despertó
a la mañana con el cuello lleno de picaduras extrañas sintiéndose ligeramente
mareada por la anemia. El pasto en que había recostado su cabeza estaba saciado
y rojo. Lo miró con asco, pero prefirió a detenerse arrancar la búsqueda de
rastros de civilización (los cuales no dudaba encontrar por creer que en todo
lugar en que hubiera tierra había gente).
Me detuve a
las pocas horas de iniciar mi caminata y miré a lo lejos a ver si encontraba
humo. Viendo un hilito de humo a lo lejos decidí dirigirme hacia ese lugar. Con
mi ramita y mi prudencia me fui abriendo paso entre los matorrales y las
pequeñas alimañas que se cruzaban en mi camino. Por suerte, aun siendo todo lo
vivo de ese lugar transparente, una pequeña capa de polvo arrastrado por el
viento se pegaba a todo lo muy húmedo, por lo que podía saber a poca distancia
que mala sorpresa me esperaba para devorarme. El pasto bebía pizcas de mi
sangre que chupaba por las plantas de mis pies como si se tratara de bandadas
de mosquitos. Podía escuchar a las aves desafinando extasiadas en su vuelo.
Cuando a
poca distancia pasó un ave para comer una fruta de un árbol el hambre me pudo y
traté de treparme al árbol para ver como el ave arrancaba rápidamente la fruta
y se escapaba de ser engullida por una especie de salamandra. Agarré de un
manotazo a la salamandra y me arrojé al suelo. Agarré mi rama y la atravesé con
la misma. Mi mano ardía, el reptil tenía una piel irritante.
Buscando
una piedra para tratar de reemplazar a mis ausentes cuchillos encontré una
especie de navaja de metal tirada en el suelo. Estando ya mas cerca del fuego
supe su origen. Despellejé la salamandra para poder comer su carne cruda. Era
de sabor parecido a la cebolla y largaba un líquido que hacía llorar los ojos.
Con la mar
rugiendo a mis espaldas y el sol apagándose en el horizonte decidí cortar unas
hojas de una planta que no eran irritantes ni parecían venenosas (la planta
estaba llena de espinas mas filosas que puñales, al igual que toda porquería
que hubiera en esa isla). Las puse sobre el pasto en que iba a dormir, estaba
harta de alimentarlo.
Mientras
amanece el gruñido de una bestia me despierta. Me levanto rápidamente y veo los
huesos de un bebé delante de mí y una bestia moviéndose sigilosamente. Corro
sin saber en que dirección estoy yendo hasta que me encuentro frente a unas
casas. Todavía con el miedo a flor de piel me acerco a una y toco la puerta.
-¡Ayuda!-Grito.-
¡Soy naufraga de tierras lejanas! ¡Tengo hambre, sed y frío y confío en la
hospitalidad de la gente de este lugar!
Escuché un
murmullo. Vi abrirse la puerta de donde salieron unos monitos vestidos. Me
miraron. Pude ver inteligencia en sus ojos (si me cabía alguna duda podía mirar
las casas que habían construido).
Ellos no
entendían que les decía, pero igual me cobijaron y alimentaron. No eran tan
supersticiosos como para creer que yo fuera una diosa, pero no tomaron como
signo de buen augurio mi presencia. Me indicaron con un dibujo sobre la tierra
que me debía volver de donde había venido. Yo les indiqué que provenía del otro
lado del mar. Dibujé una balsa y un remo. Decidieron ayudarme, pero me debería
quedar un mes más en ese lugar.
El
anteúltimo día antes de partir me enviaron a recoger leña cerca de un monte,
con un hacha de mano para talar y defenderme. Mientras talaba un árbol pude
escuchar un gruñido que puso mi piel de gallina. Miré atrás mío y vi a un
arbusto arrastrándose como si fuera un guepardo, acercándose a mí. Extendió una
rama con un fruto. Yo me acerqué, sabiendo que la bestia que dejaba los pálidos
huesos de mono repartidos por la selva estaba buscando engañarme. Alcé el hacha
y la dejé caer a poca distancia del horripilante ser. Mientras la bestia huía
pude ver sus ramas teñidas de sangre. La corrí hasta la puerta de su cueva. Era
pequeña, podía entrar con dificultad un pequeño perro allí. Busqué piedras y
tapé la entrada. La bestia del otro lado se lamentaba. Volví a la aldea y les
dibujé lo ocurrido. Me fui a dormir. A la mañana siguiente la balsa y el remo
me esperaban para partir devuelta a mi civilización. Decidí mantener los labios
sellados cuando volviera a la misma para no ser tomada por demente.