domingo, 1 de julio de 2018

Me visitan cuando llueve


Desde la ventana de mi habitación podía escuchar la lluvia, y los pasos que siempre llegaban cuando la misma caía. La recibí con una sonrisa, estaba con su campera empapada, pero había podido resguardarse a tiempo. Ella me miraba como si fuera un ángel, por más que yo sabía que no había nada que me hiciera merecer tal afecto. Podía adivinar entre sus rulos una hoja del otoño recién terminado, en el bosque siempre caen hojas en otoño. Muchas. Cerré la puerta, encendí la alarma y nos fuimos a la cocina.
El té en invierno tranquiliza, hace olvidar las inclemencias del mundo. Nos mirábamos sin intercambiar palabra, como si el mundo fuera solo sonrisas tímidas y complicidad. Dejamos las tazas en la pileta, y nos fuimos a mi habitación, a ver por la ventana las ramas agitadas por el viento. No teníamos miedo, al menos durante ese rato estabamos en nuestro refugio, abrazadas, felices. No teníamos razón para planificar un mañana que sabíamos que era ausente, pero mientras tuvieramos la eternidad del ahora queríamos sentir el calor de nuestros cuerpos. Ella estaba apenas fría, y me dijo que quería que nos dieramos una ducha. Le besé la oreja, y nos fuimos a bañar.
Agua corriendo por nuestro cuerpo, nos cuchicheábamos secretos sobre cosas que nos habían ocurrido en los últimos meses. La sonrisa no parecía posible que se borrara de su hermoso rostro. Cerró los ojos, me besó en el cuello. Le dije de volver a la pieza a ver una película, mientras nos fumábamos un fasito en la cama, acariciándonos. Que había solo visto la mitad porque sentí que tenía que verla con ella. Ella me dijo que prefería hacerlo más tarde, pero que le gustaría que fuéramos a la cama, que estaba muy cansada pero que quería poder lamerme un poco antes de caer rendida del sueño, que solo la mantenía despierta la ansiedad. Le dije que “tus deseos son órdenes”, en un tono ligeramente risueño.
Me gustaba que me atara, que me hiciera sentir su voluntad sobre mí. Me gustaba la pasión de sus labios, de todos sus labios. Como me agarraba con fingida brusquedad, como me mostraba su cariño jugando a ser firme. Ella se durmió encima mío, luego de desatarme, su pecho contra el mío. Escuché la alarma.
Me levanté rápido, tratando de no despertarla. Agarré una lata de gas somnifero, y fui a paso decidido hacia la puerta de calle. Podía oír los pasos,  los pasos que escuchaba a cada lluvia. Podía escuchar los rasguños sobre la puerta, la risa falsa. Me quedé estática frente a la puerta, con la lata en alto, esperando que se abriera, o escuchar los pasos de retirada. No podía escuchar nada, no pasaba el tiempo, estaba en una eternidad de terror. Sentía como se agrietaba todo lo que me rodeaba, como se volvía efimero e ilusorio lo que me hacía creer que podía permanecer en esta realidad y seguir cuidando de ella. Abrí la puerta, para romper el hechizo. No había nadie, pero el el barro había huellas de pies arrastrados desde la puerta hacia la derecha. No quise seguir con la mirada el camino del infierno, tenía tiempo solo de ir corriendo a buscarla, antes de que la bestia maldita la encontrara. Cuando llegué a la habitación, la criatura de la noche ya había entrado por la ventana, y estaba enroscada sobre si misma, sentada sobre la espalda de mi brujita, con un puñal en la mano que todavía no había decidido utilizar. Supe que cualquier cosa que quisiera hacer podía terminar en calamidad, por lo que me quedé en la oscuridad, viendo a la bestia-pesadilla sonreír de modo tan extraño.
La bestia-pesadilla miraba el cuchillo, sonreía mas, lo lamía, lo volvía a tener, pasaba una mano por la espalda de mi querida, contenía una risa perversa, volvía a pesar en la mano el cuchillo, miraba al techo, sonreía ¿Qué le producía tanta gracia, tanto placer? El miedo me helaba, y la bestia-pesadilla seguía mirando sonriente su cuchillo, que era grande, similar a una katana japonesa, pero con caracteres cirílicos y coreanos inscriptos en la cuchilla. Miró casi para donde yo estaba, parecía pensar que estaba al lado mío alguien. Miré, había un dibujo en la pared que estaba iluminado, con un pequeño poema que habíamos escrito la lluvia pasada, con carbonilla, rodeado de algún que otro dibujo a mano alzada decorado con alguna que otra mancha de aerosol a su alrededor. La bestia-pesadilla se enfureció, le dio una puntada en el hombro a mi compañera, y se fue por la ventana que había entrado.
La bruja se despertó con un grito de dolor, y se puso a temblar. La abracé y le dije que todo estaba bien, que su poema la había salvado. La vendé y me quedé consolándola toda la noche. A la mañana partió devuelta a recorrer los prados, una herida no le iba a cortar la vida.