jueves, 17 de mayo de 2018

Lejos del Hades

-Soñé otra vez.
-Continúe.
Ojos inyectados en sangre, cicatriz de rostro reconstruido. Desde la primera vez que lo vi pensé “de algún lado lo conozco”. Me hablaba, me miraba, se babeaba. Continué haciendo garabatos, como si escuchara lo que el tenía para contarme.
-Estaba en mi habitación cuando la criada trajo el diario. Lo abrí y traté de leerlo, pero todo lo que había eran jeroglíficos de lenguas desconocidas…
Empezó a morderse el pulgar derecho. Me sorprendí, y decidí que debía corroborar si no se hallaba endurecido mi cliente le hice una tercer pregunta.
-¿El diario era de papel, lija o cerámica?
-De papel. La taza de té era de cerámica. ¿Cómo lo supo?
-Secretos de analista. Continúe.
Anoté en mi libreta “Alfredo está gravemente endurecido”.
-Como le venía contando, busqué en el oscuro diario y solo me hizo desistir escuchar una mísera gota caer en el pulcro suelo. Escuché que caían gotas cada pocos segundos, todo el tiempo. Me imaginé aquella antigua tortura china en la que inmovilizaban a una persona bajo un enorme balde de agua con una pequeña gotera, no dejándolo dormir y horadando su conciencia para llevarlo a la irreversible locura. Comencé a sentir como si sudara sin dejar de estar seco. Miré a las paredes, al techo, me subí a la mesita de luz, abrí la puerta y me paré sobre ella para saltar. Con mi aliento escapé de la habitación, pero seguía escuchando la gota. Dejé atrás mi mansión, dejé mi auto y mi familia, mis empresas y todo lo que era mi vida corriendo y corriendo para alejarme de ese sonido infernal, hasta que me paré frente a una vidriera y me vi reflejado en el espejo. Ahí desperté.
-¿y que sintió?
-Angustia. Como cuando me quieren sacar una foto.
Lo miré. Su endurecimiento neurótico estaba dando a su mente una topología de toro alzado, como si tuviera miedo de que su unidad se volviera imaginaria. Él temía ser castrado. Aunque una regla importante dice que lo único que debo hacer con mis clientes es escucharlos en este caso resultaba necesario tomar una medida drástica para poder destrabar su subconsciente. Le di un lápiz, significante de el “Yo” castrador del “Ello”.
-Tome, intente quebrarlo.- Le dije, seriamente. Acomodé mis gruesas gafas para mostrar mi indubitable profesionalismo.
Yervant se sorprendió primero por mi propuesta. Después lo quebró exitosamente.
Le ofrecí una escoba, significante de la brujería y de la castradora dominación femenina.
-Pártala contra el suelo.
Lo hizo con total éxito, y sin que yo le indicara continuó destrozando los objetos significantes de la castración que había en el consultorio. La silla, el escritorio, la biblioteca, la computadora. Lo detuvo un sonido pirotécnico.
Nos asomamos a la ventana y vimos a un policía corriendo a un ladrón que conducía una moto. En plena persecución estaba iniciándose un estúpido tiroteo. Alfredo parecía absorbido por la imagen. Al final, una bala pinchó una goma de la moto y el ladrón salió disparado. En el suelo, con los policías acercándose para reducirlo, sacó su pistola y se pegó un tiro.
-Eso fue lo que paso. –Afirmó Yervant mirando fijamente al cadáver de la moto.
Miré mi reloj. Eran las cuatro y cinco. La sesión debería haber terminado.
-Bueno. Como en esta sesión claramente hubo un avance.
-Si, recordé mi verdadero nombre. -Dijo. Lo miré. Me miró. Sacó un revolver y se pegó un tiro. No salió sangre ni sesos. Vi el agujero en su rostro. Se limpió con una servilleta. Me pagó lo que me debía por destruir el consultorio.

Cuando se estaba yendo pude reconocer su cara. Era sorprendente, pero todos tenían razón. El se había suicidado. El no se había muerto. Quizás no le sorprenda a nadie que esté hablando de Alfredito Yabrán.

martes, 15 de mayo de 2018

Viento escarlata

El viento lo decía todo. Este día era el profetizado, y este mundo maldito cesaría al punto de no quedar de él más que olvido, ni ruinas siquiera. Sus cenizas se las llevaría el viento.
Clara Corría por la calle, cubriendo de las quemaduras su cuerpo con su gruesa campera de simil cuero. El viento cortante había hecho refugiar a les camioneres en los bares, tras espesas jarras de cerveza, que agoraban el fin eventual de la jornada, pero Clara veía más allá de su seguridad: Tenía una misión.
No se veía el horizonte, desdibujado por ondas de extraña procedencia. Al llegar a la puerta de la galería abrió la puerta, disparó hacia dentro, y cerró en menos de un pestañeo. Se internó en la estructura para encontrarse con Andres y Sansón, quienes estaban frotándose y besándose con mucho énfasis sobre la mesa de la recepción.
-Chée, aflojen un toque. Hay cosas que hacer, el mundo no se puede acabar hoy.- Dijo Clara, mirando en otra dirección.
Con un gesto digno de un león, Andres acabó sobre sansón, y se inclinó a succionar el orgasmo de su compañero. Luego, se limpió los labios, se puso el pantalón, y sacó las llaves.
-¿Estás segura de intentarlo?-Tomás dijo acercándose a la puerta.
-Mirá que ir contra el destino-Dijo, recostado, Sansón.
-Los profetas del fuego sagrado no merecen el placer de arrasarnos, el mundo estéril de sus sueños (al que quieren retornar, como los dioses quisieron el olvido de Prometeo y sus artes) no merece lugar ni recuerdo. Vencimos la esclavitud, vencimos el hambre, el odio puede ser vencido.
Con esas palabras, Clara avanzó por los pasillos amuralados hacia la sala de las armas. El arsenal era formidable, pero ella solo necesitaba el revolver aguja. Arma pequeña de gran precisión. Lo tomó como a un niño del diablo, y cuando estuvo al borde de meditar, lo guaró en un bolsillo interno de su chaleco y caminó derecho hacia el tunel que la dejaría en el lugar crucial.
Entre mis compañeres había quien se había logrado infiltrar entre los profetas, servidores del "odio cósmico". Fue tarde, a ellos les habían ya dicho como invadir.
Tarde, pero no tanto. Su plan dependía en un solo eslabón fundamental de la acción de una única persona. Yo no tenía seguridad sobre quien sería, pero alguien se infiltraría a la central para causar alguna falla, no teníamos claro de que tipo.
Me oculté en un rincón sobre uno de los equipos casi tan altos como la habitación, y tranquila esperé.
Pasaron las horas.
Se acumulaba el sueño.
Se acumulaba la irritación.
Mi cerebro buscaba el odio,
tuvo donde encontrarlo.
Casi a la medianoche llegó un viejo de cara de serpiente a la habitación, apunté a su nuca, giró ya habiendo prendido el equipo que llevaba. Me miró fijamente.
-Detenerme, inmolarme, no servirá de nada. Suelta tu dolor, suelta tu esperanza ¿acaso no sabes que el mundo hoy se acaba? Yo solo soy peón de un ajedrez que juegan dos soldados en medio de la guerra. Como si yo solo fuera una fugaz ficción, mi vida o mi muerte no cambiarán nada.
Seguí apuntando, pero aflojé las manos. El enchufó la máquina y se fue. Volví por el túnel, mientras oía las hojas pisadas.
Llegué a la sala de armas, dejé el revolver.
Volví entre los murales y el crepitar. Me miraron consternados a mi regreso. Yo sentía la respiración como un sueño ya aliviada a pesar de la humareda.
-¿Por qué? ¿Al final cediste ante el destino?
-No, salgamos a ver el amanecer nocturno-Dije calmamente.
Entre toces, subimos las escaleras hasta el final del edificio. Era hermoso el carmesí.
Aterrizaban los ellos, pero yo era feliz.
Solo quería ver el mundo arder.