-Soñé otra
vez.
-Continúe.
Ojos
inyectados en sangre, cicatriz de rostro reconstruido. Desde la primera vez que
lo vi pensé “de algún lado lo conozco”. Me hablaba, me miraba, se babeaba. Continué
haciendo garabatos, como si escuchara lo que el tenía para contarme.
-Estaba en
mi habitación cuando la criada trajo el diario. Lo abrí y traté de leerlo, pero
todo lo que había eran jeroglíficos de lenguas desconocidas…
Empezó a
morderse el pulgar derecho. Me sorprendí, y decidí que debía corroborar si no
se hallaba endurecido mi cliente le hice una tercer pregunta.
-¿El diario
era de papel, lija o cerámica?
-De papel.
La taza de té era de cerámica. ¿Cómo lo supo?
-Secretos
de analista. Continúe.
Anoté en mi
libreta “Alfredo está gravemente endurecido”.
-Como le
venía contando, busqué en el oscuro diario y solo me hizo desistir escuchar una
mísera gota caer en el pulcro suelo. Escuché que caían gotas cada pocos
segundos, todo el tiempo. Me imaginé aquella antigua tortura china en la que inmovilizaban
a una persona bajo un enorme balde de agua con una pequeña gotera, no dejándolo
dormir y horadando su conciencia para llevarlo a la irreversible locura.
Comencé a sentir como si sudara sin dejar de estar seco. Miré a las paredes, al
techo, me subí a la mesita de luz, abrí la puerta y me paré sobre ella para
saltar. Con mi aliento escapé de la habitación, pero seguía escuchando la gota.
Dejé atrás mi mansión, dejé mi auto y mi familia, mis empresas y todo lo que
era mi vida corriendo y corriendo para alejarme de ese sonido infernal, hasta
que me paré frente a una vidriera y me vi reflejado en el espejo. Ahí desperté.
-¿y que
sintió?
-Angustia.
Como cuando me quieren sacar una foto.
Lo miré. Su
endurecimiento neurótico estaba dando a su mente una topología de toro alzado,
como si tuviera miedo de que su unidad se volviera imaginaria. Él temía ser
castrado. Aunque una regla importante dice que lo único que debo hacer con mis
clientes es escucharlos en este caso resultaba necesario tomar una medida drástica
para poder destrabar su subconsciente. Le di un lápiz, significante de el “Yo”
castrador del “Ello”.
-Tome,
intente quebrarlo.- Le dije, seriamente. Acomodé mis gruesas gafas para mostrar
mi indubitable profesionalismo.
Yervant se
sorprendió primero por mi propuesta. Después lo quebró exitosamente.
Le ofrecí
una escoba, significante de la brujería y de la castradora dominación femenina.
-Pártala
contra el suelo.
Lo hizo con
total éxito, y sin que yo le indicara continuó destrozando los objetos significantes
de la castración que había en el consultorio. La silla, el escritorio, la
biblioteca, la computadora. Lo detuvo un sonido pirotécnico.
Nos
asomamos a la ventana y vimos a un policía corriendo a un ladrón que conducía
una moto. En plena persecución estaba iniciándose un estúpido tiroteo. Alfredo
parecía absorbido por la imagen. Al final, una bala pinchó una goma de la moto
y el ladrón salió disparado. En el suelo, con los policías acercándose para
reducirlo, sacó su pistola y se pegó un tiro.
-Eso fue lo
que paso. –Afirmó Yervant mirando fijamente al cadáver de la moto.
Miré mi
reloj. Eran las cuatro y cinco. La sesión debería haber terminado.
-Bueno.
Como en esta sesión claramente hubo un avance.
-Si,
recordé mi verdadero nombre. -Dijo. Lo miré. Me miró. Sacó un revolver y se
pegó un tiro. No salió sangre ni sesos. Vi el agujero en su rostro. Se limpió
con una servilleta. Me pagó lo que me debía por destruir el consultorio.
Cuando se
estaba yendo pude reconocer su cara. Era sorprendente, pero todos tenían razón.
El se había suicidado. El no se había muerto. Quizás no le sorprenda a nadie
que esté hablando de Alfredito Yabrán.