Fue el
último cartón verde que pudimos tomar. Le miré a los ojos, estaba por llorar.
Escuchamos una melodía melancólica a lo lejos proveniente de una flauta dulce.
Agarré de las manos suyas y le llevé hacia el lugar del que salía la hermosa
música, doblando por el callejón, saliendo a una calle que tenía una ínfima
plazoleta en una esquina del suburbio porteño. A primera vista no vimos por
donde seguir, hasta que (guiados por la música) vimos una puertita de hierro
oxidado que estaba abierta. Al pasar comenzamos a escuchar violines y cellos
tocando con armonías ampliamente cromáticas y disonantes.
Al llegar
al salón en que transcurría la música vimos a un grupo de cadáveres tocando los
instrumentos y a un demoño dirigiendo la orquesta. Entre su público estaba una
elite insospechada, cubierta en joyas, oro y plata, entre los cuales estaba
Roca (genocida argentino del siglo XIX), Mantieri y Liar. Bebían de copas
llenas de sangre fermentada. Vi caérsele un flautín a uno de los músicos, sus
huesos se esparcieron por el suelo. Lo tomé y tuve la impresión de que había
cometido soberano error que me llevó a pensar que estaría atrapado para
siempre. Nos dimos vuelta y salimos de la cueva urbana para encontrarnos en
mataderos, y realizarnos que no había ocurrido nada de eso, que seguíamos en
constitución, escabiando, en el umbral de una vieja iglesia. Toqué una pequeña
melodía dulce en el flautín en homenaje a la persona a quien amaba, que estaba
a mi lado. Miramos al cielo nocturno, estaba nublado, miramos a la tierra,
estaba meada, nos miramos, nos tomamos el uno al otro. Solo por eso no sería
otro día mas para el olvido.