martes, 17 de noviembre de 2020

Hermanos de pelo largo

Estaba en un desierto que parecía causado por una sequía relativamente reciente. Poco después del horizonte había un riacho donde empezaba un triste bosque de pasto reseco y árboles poco frondosos. Para estar lejos de posibles alimañas me había internado en el medio de esa nada, aunque no sabía bien como había llegado acá. A lo lejos no se escuchaba nada, la tierra antes fértil ahora reseca no traía ninguna noticia.

Lo último que recordaba antes de haber llegado allí era que estaba en el entresueño y hubo un flash de luz tremendo. Eso había ocurrido ya hace unos días, y luego de ver que no podía comer prácticamente nada y que no parecía ser este mi mundo (hasta el color del cielo de un celeste un tanto más verdoso, cosa que tardé en aceptar como parte de mi realidad nueva).

No había nada que me indicara como volver a casa, después de días de búsqueda. Cuando la locura me enardeció decidí volver al centro de la nada con unas ramas caídas de los árboles e inmolarme, para no agonizar de hambre. Lo haría cuando en medio de la noche profunda el sueño me esté ya sedando.

Caía la estrella del anochecer cuando una luz verde dejó caer un ornitorrinco unos kilómetros delante de mí. La luz provenía de un platillo volador, pude comprender quien me había traído a estos extraños lares. Quizás si quienes tenían esa nave poseían un puerto cerca podría usar uno de esos para volver a casa.

Decidí seguir su camino en tierra, que era casi recto por el cielo. No se cuantas horas corrí, pero terminé viendo una ciudadela extraña. Enorme. Aunque no tenía puertas, tenía una cloaca y varios respiraderos que hacían pensar que sus habitantes debían ser verdaderos gigantes, aliens avanzados más allá de nuestra comprensión.

Me metí en la cloaca y fui caminando entre la inmundicia y las pestilencias hasta dar con una tapa de alcantarilla y una escalera. Me aferré a uno de los caños de la escalera y trepé hasta salir. Me oculté en los recovecos que permitían las paredes de las construcciones al costado de las calles. Mi instinto me decía que si me encontraban me irían a aplastar o acribillar.

Fui recorriendo sus calles sin saber a donde podría encontrar el espacio-puerto, pero era una tarea casi imposible porque no podía ver las naves, el cielo estaba tapado por las construcciones. Comí de los contenedores de comida que dejaban en sus calles. Cuando mi hambre estuvo saciada empecé a comprender que distinto era su criterio al nuestro: su comida era verdaderamente pestilente.

Era extraño la cantidad de ídolos y cuadros de su pasado que tenía en las calles. Enormes seres amarillos, rosados y marrones, casi lampiños, exhibiendo extraños artefactos que solo podría haber creado una mente enferma. Más extraño aún era el hecho de que cuando entrabas en sus edificaciones muchas veces te encontrabas con regiones en que por más que trataras de avanzar te quedabas en el mismo lugar, por no hablar de otros de sus lugares que poseían geometrías aberrantes y topologías enfermizas.

A la noche me ocultaba en la alcantarilla. Tenía la esperanza de que algo me permitiera llegar a mi destino, aún si no tenía ni un anillo extraño que me protegiese. Algunos días ví los pies de los seres, eran más grandes que árboles jóvenes. A la noche trataba de no llorar, tenía que ser fuerte. O al menos quería serlo.

Un día, cerca del mediodía, escuché un enorme rugido. Ví que en el cielo estaba un platillo aterrizando lentamente sobre un edificio. Me escabullí por sus recovecos para buscar la nave. Cuando entré en la misma, y me oculté en el equipaje, recé porque terminara antes que mi vida mi travesía por el cosmos. Mis hermanos roedores apreciarían mi relato.

lunes, 9 de noviembre de 2020

Licomotor


 Meses y meses sin salir, la promesa de una vacuna o un tratamiento a dos o tres meses mínimo. Al final decidí ignorar todas las advertencias. Quedamos en matear en el parque, respetando los dos metros de distancia, cada quien con el propio. Solo por momentos me acerqué más para cebarle cuando se le acabó el agua, yo había llevado un termo más grande. Nos sonreímos casi rozándonos por esos momentos. Habíamos puesto mantas en el piso, por si las moscas.

Al volver a casa dejé la manta tirada. Lula se refregó con la misma y la dejó llena de sus pelos. La mandé a la cucha y puse la manta en el lavarropas luego de pasarle un cepillo y tirarle alcohol.

El jueves siguiente no pudimos evitarlo, necesitábamos cercanía, compartimos el mate y bizcochitos. No nos juntabamos con nadie, manteníamos a la gente alejada. Nos gustaba la fingida solemnidad de lo tenebroso como un juego, nos rodeamos de velas con forma de calavera y una bandera que celebraba la pandemia con un gracioso lema.

Cuando volví a casa lavé todo cuidadosamente. No había de que preocuparse, no teníamos ningún síntoma, comíamos frutas y verduras, hacíamos ejercicio regularmente. Igual nos llamamos un par de días para ver si estábamos bien.

El otro domingo nos vimos en su casa. No podíamos más, necesitábamos la intimidad, el tierno calor de la piel ajena, besar. No nos daba miedo la licantropía. Nunca fuimos escoceses ni tocamos ovejas, nunca estuvimos cerca de alguien que estuviera espumarrajeando, perdiendo o ganando pelo bruscamente, eramos gente limpia, sana, no eramos pobres. No teníamos motivo para temer. Nos sacamos mutuamente la ropa, empezamos a tocar nuestras pieles entre sí, me pidió que la esperara un segundo, que debía ir al baño.

La empecé a esperar, escuché arcadas, y mientras me empezaba a rascar los brazos empecé a pensar en su nuevo corte de pelo, y en el pelo de perro que había visto en las mantas. Toqué la puerta, le pregunté si estaba bien. escuché correr agua, y me respondió con palabras de un idioma ajeno. Me picaba mucho la espalda, las piernas, escuché que lloraba y me pidió que pasara.

Cuando abrí la puerta del baño vi que me estaba saliendo pelo de los brazos, de las manos, de los pies. Me sentía confundido. Dos lobizones se encontraban.

-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------

A la mañana siguiente estábamos sin un pelo sobre el cuerpo (todo sobre las sábanas, el sillón, y parte del comedor), nos pusimos a llorar, no sabíamos cuando nos habíamos contagiado. No sabíamos cuantos días nos quedaban de vida. Yo me fuí en total furia, yo me cuidaba, yo no había estado mal antes.

Cuando llegué a mi departamento, me puse a llorar como infante, desconsoladamente. Era asfixiante, y no solo por la dificultad para respirar. Decidí como quería morir. Quería estos últimos días gastar mi dinero en vino, en comida, en ropa, en juguetes y en visitas a museos. Tenía una peluca en casa, nadie se iba a dar cuenta, sabría como pasar los controles.

Entonces saqué todo mi dinero del banco, fui a comprar vinos y bebidas destiladas que en mi vida había probado. Compré muchos sedantes y benzos en una farmacia. Compré variedad de quesos también. Me programé visitas a siete museos, uno de pintura, uno histórico, al de ciencias naturales, al museo que había sido casa de un escritor, a una ex fábrica donde se hacían exposiciones, a un museo donde había todo tipo de plantas y hongos disecados en vitrinas que parecían infinitos recuerdos de el edén. Cada una fue más maravillosa que la anterior, y al almuerzo y a la cena iba a bares que recordaba de mi infancia, a restaurantes a los que nunca me hubiera imaginado ir si no ganaba la lotería, a cafés históricos, a establecimientos de comida rápida que tenían comida que usualmente no comería con tanto deleite (eran mis últimas comidas mientras todavía tenía sentido del gusto).

A las noches ponía sinfonías, éxitos del reggaetón y del Trap, o Metal a todo volumen y me encerraba con llave en el baño, mordía las cosas, gruñía, me lesionaba y rompía mucho. Me tenía que limpiar cuidadosamente al despertar, pero nadie se enteraba de lo que ocurría. Sentía de a poco como se deterioraba mi conciencia.

Día a día iba notando que era más usual que tuviera que corregir errores que podían llevarme a contagiar a alguien. Me enteré que un vecino pelirrojo había sufrido esto, probablemente él fuera quien nos hubiera contagiado (ya que frecuentaba el parque y lo vieron muerto cerca de donde habían sido las mateadas). Cada día entendía menos que ocurría a mi alrededor, que hacía mi cuerpo, que decían las personas, que forma tenían los objetos de lugares que yo no tenía en mi memoria cotidiana. Ya había visitado los museos, decidí cerrar la puerta dejando la llave afuera (porque sabía que no iba a poder obtenerla devuelta), no quería salir y matar a alguien cuando fuera lo que en cierto tiempo confundieron con lobos. Y quedarme mis últimas horas de consciencia comiendo deliciosos quesos que había dejado unos días estacionar, y bebiendo. Tenía la esperanza de no notar la agonía que me quedaba entre el alcohol y los somníferos.