Había sido
un chiste tan malo que ni había causado gracia a los sapos de la laguna, los
cuales estaban siempre risueños desde que las fábricas de la periferia de la
urbe encontraron conveniente arrojar sus residuos en dicho lugar. Me apené un poco
al darme cuenta que no me dejarían cruzarla, y debería bordearla para llegar a
mi poblado. Siendo así, llegaría más allá de las nueve, en lugar de a las ocho,
y ya habría terminado el festival, y debería dormir sin cenar por ser demasiado
tarde y yo levantarme demasiado temprano para ir a enseñar al colegio. Ya
habiendo caminado la orilla durante quince minutos apareció un sapito un tanto
peculiar, teñido de arcoíris.
-¿Queres
cruzar? – Preguntó de un modo anómalamente descarado.- Si me das la cinta que
hay sobre tu pecho te lo permito.
Lo miré con
extrañeza. Miré hacia donde señalaba, tenía una cintita roja sobre el centro de
mi pecho, tenía escrito algo. La saqué para verla mejor y se puso rosada, tenía
escrito mi nombre. La giré un poco, se la entregué al sapito y me ofreció una
balsa. Crucé por el río.
La fiesta
fue agradable, mis amigas y mis amigos me brindaron mucho afecto y charlamos
bastante. Había habido recientemente una abundante pesca de aguas vivas.
Estaban sabrosas con tomate y palta. Bebí sin excederme demasiado y caminé en
tranquilidad hacia mi hogar.
Dormí con
mi frente cultivando una suave resaca que me acompañaría a dar clases
entorpeciendo la fluidez de mi lenguaje.
Al
despertar con le retronar de la alarma que inauguraba mi día fui a vestirme,
luego traté de apagar la alarma pero mis intentos fueron en vano. Desayuné
tostadas, agua (mucha) y una aspirina. Agarré el morral, la bicicleta, y
pedaleé hasta el colegio. Cuando llegué al aula mi trabalenguas resacoso impidió
que se comprendiera nada de lo que mi boca profería… igual los alumnos no
registraron mi presencia… incluso pasó una desconocida, vestida de corbata, que
dio la clase que debía dar yo. Al tomar todos con naturalidad ese hecho me fui
con la furia en mi encarnada al bar, a escabiar.
El dueño no
me registró y me serví por mi cuenta lo de siempre. Pagué y me fui cargando
preocupación en mi encéfalo. Sentía que me faltaba algo.
Fui a
meditar frente a la laguna. Pasó el sol, pasó la luna y varias veces vi
repetirse ese ciclo. En una de esas se acercó a mí el sapo arcoíris.
-¿Sabes que
cuando me entregaste tu nombre dejaste de ser y pasaste a formar parte de mi
imaginación?
Me
desperté. Todas las cintitas seguían estando, flotando en el estanque, sobre la
hoja.
Excelente.
ResponderBorrar