Me desperté
en la playa. No había nadie, lo que era raro, estabamos en plena temporada,
Mardeajó, cinco de la tarde, cuando esperas escuchar los chillidos de la
infancia jugando en el agua salada y el dulce canto de los vendedores de
choclo.
El mar…
¿Cómo describirlo? El guardavidas no estaba, pero había dejado la bandera… La
bandera era blanca.
Estaba más
aburrida la cosa que chupar un clavo, y me molestaba verdaderamente la arena en
el culo, por lo que volví a las dunas, para volver a la ciudad.
El viento
tiraba arena en mis ojos, como astillas. Cerré los ojos, y con los ojos
cerrados me fui corriendo a la ciudad. El viento cesó cuando dejé de sentir que
pisaba arena.
Abrí los
ojos enrojecidos, y pude ver la ausencia total: a donde mirara era blanco
papel, salvo por unos guijarros amarillos patito… agarré uno y sentí una
quemadura terrible, y al soltarlo vi que la palma de mi mano había sido
devorada por la nada.
Me sentí
profundamente desconcertado, y me quedé mirando como idiota para todos lados.
Mi desconsuelo frenó al rato, al ver que a lo lejos estaba el inicio de una
calle borroneada.
Fui
corriendo, hasta que me encontré en el centro de la ciudad. Había una vieja
tomando mate en el umbral. Me dirigí hacia mi casa, no había rastros de
guijarros, y había gente.
Vi, como si
pispeara, salir un reflejo extraño de una alcantarilla, algo amarillo patito,
como un globo, decidí ignorarlo. Seguí caminando, y encontré dispersos por la
calle, como emisarios del infierno, esfumándolo todo a su tacto, más de ellos
que los que hubiera creído poder hallar en una pesadilla. Rendido, tomé un guijarro, lo tragué.
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