sábado, 13 de noviembre de 2021

Solamente aquí, con mi rota canción entristecida

Había tanta oscuridad que siquiera podía ver la punta de mis dedos con mi brazo estirado, o de mi nariz (aunque el foco allí no me jugase a favor). Con cuidado tanteé en el aire hasta encontrar el pomo de la puerta, posé mi ojo sobre la hendidura. Seguía sin verse nada, así que decidí escuchar con atención. Abrí con cuidado la puerta, miré para ambos lados, y a lo lejos pude ver algo que sugería el contorno de una puerta. No quería despertar a nadie más en la nave, así que pegué mi espalda contra la pared y recorrí con el sigilo que mi torpeza permitía esquivando las literas. Entreabrir la puerta corrediza, pasar y cerrar rápido. Subir las escaleras, ver el cielo nocturno y respirar el aire con sabor a océano.

Contemplé las pequeñas olas que golpean el bote, tratando de ver si valgo tanto como para ello. La fuerza de voluntad me falla, me tiro al suelo boca arriba a ver las estrellas. Siempre pensé que yo tenía una misión, o al menos desde que tengo memoria. Más bien, siempre creí que todas las personas teníamos una misión. Yo nunca supe cual era la mía, pero tenía la más absoluta certeza de haber fallado desde hace unas semanas, aunque me era borrosa la memoria de ese tiempo. Se que antes de eso todavía estaba en tierra, me dedicaba a firmar cosas en mi despacho, y a llevar documentos de una oficina a otra. Luego vinieron las semanas de alcohol y despilfarro, donde mi memoria se vuelve brumosa. El calendario me hubiera retado por mi flojera, y siento como si el destino ya prepara su venganza. La bruma termina encontrandome ya subido a la embarcación, en medio de una misión diplomática.

Sentí pasos subiendo la escalera y decidí ocultarme. Podía mirar la sombra, que se quedaba mirando al mar, luego se tiraba al suelo, y luego se aproximaba donde yo estaba. Me escabullí hacia las habitaciones otra vez. Volví a meterme en el cuartucho de máquinas, mientras algunos marineros se abrazaban en la noche. Recordé el tratado que debía negociar cuando llegáramos a tierra firme, y comprendí que ignoraba demasiado sus implicaciones, que no podía salir nada bueno si negociaba yo, y que ni terminar con mi vida no corregiría nada. Un único error, un terrible error. Ya sólo me quedaba perder quien era yo, si no era ya lo que había hecho.

martes, 17 de noviembre de 2020

Hermanos de pelo largo

Estaba en un desierto que parecía causado por una sequía relativamente reciente. Poco después del horizonte había un riacho donde empezaba un triste bosque de pasto reseco y árboles poco frondosos. Para estar lejos de posibles alimañas me había internado en el medio de esa nada, aunque no sabía bien como había llegado acá. A lo lejos no se escuchaba nada, la tierra antes fértil ahora reseca no traía ninguna noticia.

Lo último que recordaba antes de haber llegado allí era que estaba en el entresueño y hubo un flash de luz tremendo. Eso había ocurrido ya hace unos días, y luego de ver que no podía comer prácticamente nada y que no parecía ser este mi mundo (hasta el color del cielo de un celeste un tanto más verdoso, cosa que tardé en aceptar como parte de mi realidad nueva).

No había nada que me indicara como volver a casa, después de días de búsqueda. Cuando la locura me enardeció decidí volver al centro de la nada con unas ramas caídas de los árboles e inmolarme, para no agonizar de hambre. Lo haría cuando en medio de la noche profunda el sueño me esté ya sedando.

Caía la estrella del anochecer cuando una luz verde dejó caer un ornitorrinco unos kilómetros delante de mí. La luz provenía de un platillo volador, pude comprender quien me había traído a estos extraños lares. Quizás si quienes tenían esa nave poseían un puerto cerca podría usar uno de esos para volver a casa.

Decidí seguir su camino en tierra, que era casi recto por el cielo. No se cuantas horas corrí, pero terminé viendo una ciudadela extraña. Enorme. Aunque no tenía puertas, tenía una cloaca y varios respiraderos que hacían pensar que sus habitantes debían ser verdaderos gigantes, aliens avanzados más allá de nuestra comprensión.

Me metí en la cloaca y fui caminando entre la inmundicia y las pestilencias hasta dar con una tapa de alcantarilla y una escalera. Me aferré a uno de los caños de la escalera y trepé hasta salir. Me oculté en los recovecos que permitían las paredes de las construcciones al costado de las calles. Mi instinto me decía que si me encontraban me irían a aplastar o acribillar.

Fui recorriendo sus calles sin saber a donde podría encontrar el espacio-puerto, pero era una tarea casi imposible porque no podía ver las naves, el cielo estaba tapado por las construcciones. Comí de los contenedores de comida que dejaban en sus calles. Cuando mi hambre estuvo saciada empecé a comprender que distinto era su criterio al nuestro: su comida era verdaderamente pestilente.

Era extraño la cantidad de ídolos y cuadros de su pasado que tenía en las calles. Enormes seres amarillos, rosados y marrones, casi lampiños, exhibiendo extraños artefactos que solo podría haber creado una mente enferma. Más extraño aún era el hecho de que cuando entrabas en sus edificaciones muchas veces te encontrabas con regiones en que por más que trataras de avanzar te quedabas en el mismo lugar, por no hablar de otros de sus lugares que poseían geometrías aberrantes y topologías enfermizas.

A la noche me ocultaba en la alcantarilla. Tenía la esperanza de que algo me permitiera llegar a mi destino, aún si no tenía ni un anillo extraño que me protegiese. Algunos días ví los pies de los seres, eran más grandes que árboles jóvenes. A la noche trataba de no llorar, tenía que ser fuerte. O al menos quería serlo.

Un día, cerca del mediodía, escuché un enorme rugido. Ví que en el cielo estaba un platillo aterrizando lentamente sobre un edificio. Me escabullí por sus recovecos para buscar la nave. Cuando entré en la misma, y me oculté en el equipaje, recé porque terminara antes que mi vida mi travesía por el cosmos. Mis hermanos roedores apreciarían mi relato.

lunes, 9 de noviembre de 2020

Licomotor


 Meses y meses sin salir, la promesa de una vacuna o un tratamiento a dos o tres meses mínimo. Al final decidí ignorar todas las advertencias. Quedamos en matear en el parque, respetando los dos metros de distancia, cada quien con el propio. Solo por momentos me acerqué más para cebarle cuando se le acabó el agua, yo había llevado un termo más grande. Nos sonreímos casi rozándonos por esos momentos. Habíamos puesto mantas en el piso, por si las moscas.

Al volver a casa dejé la manta tirada. Lula se refregó con la misma y la dejó llena de sus pelos. La mandé a la cucha y puse la manta en el lavarropas luego de pasarle un cepillo y tirarle alcohol.

El jueves siguiente no pudimos evitarlo, necesitábamos cercanía, compartimos el mate y bizcochitos. No nos juntabamos con nadie, manteníamos a la gente alejada. Nos gustaba la fingida solemnidad de lo tenebroso como un juego, nos rodeamos de velas con forma de calavera y una bandera que celebraba la pandemia con un gracioso lema.

Cuando volví a casa lavé todo cuidadosamente. No había de que preocuparse, no teníamos ningún síntoma, comíamos frutas y verduras, hacíamos ejercicio regularmente. Igual nos llamamos un par de días para ver si estábamos bien.

El otro domingo nos vimos en su casa. No podíamos más, necesitábamos la intimidad, el tierno calor de la piel ajena, besar. No nos daba miedo la licantropía. Nunca fuimos escoceses ni tocamos ovejas, nunca estuvimos cerca de alguien que estuviera espumarrajeando, perdiendo o ganando pelo bruscamente, eramos gente limpia, sana, no eramos pobres. No teníamos motivo para temer. Nos sacamos mutuamente la ropa, empezamos a tocar nuestras pieles entre sí, me pidió que la esperara un segundo, que debía ir al baño.

La empecé a esperar, escuché arcadas, y mientras me empezaba a rascar los brazos empecé a pensar en su nuevo corte de pelo, y en el pelo de perro que había visto en las mantas. Toqué la puerta, le pregunté si estaba bien. escuché correr agua, y me respondió con palabras de un idioma ajeno. Me picaba mucho la espalda, las piernas, escuché que lloraba y me pidió que pasara.

Cuando abrí la puerta del baño vi que me estaba saliendo pelo de los brazos, de las manos, de los pies. Me sentía confundido. Dos lobizones se encontraban.

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A la mañana siguiente estábamos sin un pelo sobre el cuerpo (todo sobre las sábanas, el sillón, y parte del comedor), nos pusimos a llorar, no sabíamos cuando nos habíamos contagiado. No sabíamos cuantos días nos quedaban de vida. Yo me fuí en total furia, yo me cuidaba, yo no había estado mal antes.

Cuando llegué a mi departamento, me puse a llorar como infante, desconsoladamente. Era asfixiante, y no solo por la dificultad para respirar. Decidí como quería morir. Quería estos últimos días gastar mi dinero en vino, en comida, en ropa, en juguetes y en visitas a museos. Tenía una peluca en casa, nadie se iba a dar cuenta, sabría como pasar los controles.

Entonces saqué todo mi dinero del banco, fui a comprar vinos y bebidas destiladas que en mi vida había probado. Compré muchos sedantes y benzos en una farmacia. Compré variedad de quesos también. Me programé visitas a siete museos, uno de pintura, uno histórico, al de ciencias naturales, al museo que había sido casa de un escritor, a una ex fábrica donde se hacían exposiciones, a un museo donde había todo tipo de plantas y hongos disecados en vitrinas que parecían infinitos recuerdos de el edén. Cada una fue más maravillosa que la anterior, y al almuerzo y a la cena iba a bares que recordaba de mi infancia, a restaurantes a los que nunca me hubiera imaginado ir si no ganaba la lotería, a cafés históricos, a establecimientos de comida rápida que tenían comida que usualmente no comería con tanto deleite (eran mis últimas comidas mientras todavía tenía sentido del gusto).

A las noches ponía sinfonías, éxitos del reggaetón y del Trap, o Metal a todo volumen y me encerraba con llave en el baño, mordía las cosas, gruñía, me lesionaba y rompía mucho. Me tenía que limpiar cuidadosamente al despertar, pero nadie se enteraba de lo que ocurría. Sentía de a poco como se deterioraba mi conciencia.

Día a día iba notando que era más usual que tuviera que corregir errores que podían llevarme a contagiar a alguien. Me enteré que un vecino pelirrojo había sufrido esto, probablemente él fuera quien nos hubiera contagiado (ya que frecuentaba el parque y lo vieron muerto cerca de donde habían sido las mateadas). Cada día entendía menos que ocurría a mi alrededor, que hacía mi cuerpo, que decían las personas, que forma tenían los objetos de lugares que yo no tenía en mi memoria cotidiana. Ya había visitado los museos, decidí cerrar la puerta dejando la llave afuera (porque sabía que no iba a poder obtenerla devuelta), no quería salir y matar a alguien cuando fuera lo que en cierto tiempo confundieron con lobos. Y quedarme mis últimas horas de consciencia comiendo deliciosos quesos que había dejado unos días estacionar, y bebiendo. Tenía la esperanza de no notar la agonía que me quedaba entre el alcohol y los somníferos.





lunes, 8 de octubre de 2018

En el nombre del lector

¿Sabes que es lo triste de dormir? La gente usualmente tiene dos respuestas: una es, con algún dejo de romanticismo melancólico, dormir es triste porque al despertár dejas de soñar. La otra afirmación es de un optimismo tanguero. Un tercio de tu vida se va sin sentido alguno.

Mientras miro por la ventana del tren, me pregunto si mi respuesta personal es valida. A pocas estaciones de distancia hay alguien esperándome (o estará esperando allí a mi llegada).
Quiero concretar mi sueño. Un día leí en un sueño un cuento que jamás había leído, referido a un misterioso libro arcano. El cuento después lo leí en una antología de cuentos argentinos.  Desde ese día solo sueño con cuentos que leo, y mientras los leo se que mi sangre se vuelve tinta y se escabulle, para escribir las páginas del próximo libro que iré a leer. Después, ya despierto, encuentro que todo lo que leo ya lo hube leído anteriormente. Siendo librero, y la pasión de mi vida la lectura, siento que mi vida ha quedado descolorida. Hace poco llegué a la conclusión de que si no conseguía el libro de mi sueño y podía romper la maldición dormir me llevaría al suicidio.
En la búsqueda de mi zahir no he cesado en recorrer las librerías y bibliotecas de la ciudad de buenos aires. Vanamente.
Ayer a la noche el Tano me llamó por teléfono, me dijo que encontró el libro por Lincoln, en una biblioteca abandonada que hay en el subsuelo de una casa habitada solo por un “anciano decrépito”.
Al llegar a la estación de tren y saludar al Tano siento perder la conciencia. Al despertár, tengo los ojos vendados, y siento el ronroneo de un auto (supongo que estoy en uno).
-¿Qué pasa?-Digo.
-Estamos por entrar en la casa, el viejo me dijo que no quiere que se sepa que el tiene el libro oculto allí.
Escucho apagarse el motor. Me llevan hacia un lugar, escucho abrirse las puertas. Me sacan la venda de los ojos y saludo a un señor cano, con las manos enjoyadas con anillos dorados. Se sonríe morbosamente. Me invita a pasar al sótano, lo sigo. A paso de tortuga llegamos a un anaquel. Me señala entre los tomos uno no muy grueso.
-Nunca comprendí lo que me decía, más allá de que fuese fascinante lo que de él se contaba. Hace años lo encontré en la biblioteca nacional. Después de obsesionarme unos meses con él, comenzó a ocurrir que toda hoja que buscara en el decía siempre lo mismo. “A vos no te convoqué”. Me aburrí y lo dejé acá juntando mugre.
A mí si me había llamado, le pedí al señor que me deje contemplar a solas el libro. Se rió pa’ sus adentros y se fue. Lo saqué cuidadosamente de la estantería, abrí el libro de arena, se abrieron las venas de mi mano derecha, se transformaron en una lapicera. Comencé a escribir.

HOY SOY EL LIBRO Y SOY FELIZ (ya no duermo).

jueves, 4 de octubre de 2018

Como un perro

Juan abrió la puerta. La mesa quieta, de patas verdes, con una de las cuatro sillas que se escondían debajo de su tabla invitándolo a sentarse.
Estaba Marina sentada frente a donde Juan se iba a sentar, apagando la tele. Marina saludó a Juan con gran calidez, le ofreció mate y biscochitos.
-¿Cómo estás, querido? Volviste temprano hoy.
-Terminé temprano las cosas y el jefe me dijo que no era necesario que me quedara perdiendo el tiempo para completar el horario. –Dijo Juan, entre sorbo y sorbo.- ¿Cómo te fue con la entrevista?
-En la radio no funcionaba el teléfono, tuve que pasar música y cambiar dos bloques del programa.
Después de un rato de charlar fueron a los sillones a ver la tele, abrazados. Al rato llegó carlo’ y le dijo a Juan de ir a tomar una birra a mitad de cuadra, mientras miraban el fulbo’. Las paredes miraban lagrimeando, sollozando discretamente.
Como un perro (cuento)
En el bar, Sebastián tenía el alma atenta a la radio, cuando llegaron Juan y Carlo’. Pedro atento con su café al disimulado diario. Se sentaron a escabiar, comer maní, un tostado de jamón y queso, y a decodificar con el relato de la radio el river-boca. Pedro resolvía, resignado, los crucigramas, y sin que Juan lo viera él lo miraba de reojo. Cuando terminó el primer tiempo se le acercó, a Juan, Pedro, para confesarle que siempre lo había amado. Juan no supo que responder, se sonrojó.
Mónica llegó al bar y se sentó a repasar el libro de termotecnia avanzada. Al ratito se acercó a pedirle un té a Sebastián y le preguntó a Pedro sí tenía un minuto para arreglar un par de cosas de las clases de la escuela. Pedro se descongeló y fue con ella a planificar tercer grado, se pidió otra cerveza mientras Juan y Sebastián volvían a sintonizarse con el partido.
Cuando terminó el partido Carlo’ se despidió de Juan. Juan fue a pasear un rato al parque, porque le llegó un mensaje de texto al celular que decía “encontremonos junto a la casita del parque avellaneda”. La remitente había sido Sofía. Cuando Juan llegó, ella le dijo que su deuda había sido saldada. Él la abrazó y después de unos mates volvió para su casa.
Buenos Aires
Marina y Laura estaban jugando al ajedrez. Las tres personas se pusieron a charlar sobre abstracciones. A dos jugadas del mate, sonó el timbre. Marina tomó su bici y se fue, mientras entraba el inspector. Indicó que quería hablar a solas con Juan. Laura lo abrazó intensamente y se fue. Juan sirvió dos tés. El inspector agregó azucar a las dos tazas. Le informó a Juan que, por más que fuera un buen tipo, había cometido un Delito que lo llevaba a una situación grave con la ley. Juan decidió tomar el té, aceptando la muerte, para no tener que pedir juicio ni replica. El consideraba justo su castigo.

Marina lloraba. Carlo’ lloraba. Sebastián y Sofía lloraban. Pedro lloraba. Laura lloraba. Mónica lloraba. Juan ya no, pero su cadáver era coronado por una sonrisa.
Tango

sábado, 22 de septiembre de 2018

En las entrañas del mall

Mediodía. Al menos una semana sin encontrar la salida. La gente va de un lado a otro, sin brújula y sin radio, disimulan disfrutar, muestran con poses su sufrimiento o disfrutan encontrarse en este infierno. La vanidad, la estupidez y la pereza, la mentira y el lujo y el descaro del vómito consumista.
Voy otra vez al patio de comidas. Me detengo en el McDonalds y compro una hamburguesa. Pago con la tarjeta de crédito que le robé a una anciana moribunda. El cajero se da cuenta y me pide un soborno para aceptarla. Le doy dos pesos y se pone contento.
Voy mofando la hamburguesa. Está en tan mal estado que a la media hora ya tengo que ir al baño para evacuar, porque me causa diarrea. Después de limpiarme el orto me doy cuenta que un yuta está esnifando merca.
-¿Querés un poco de coca?-Me ofrece el yuta.
-Dale.-Me sirve un pase. Lo tomo. Quedo re duro.
-Si queres otro pase mata al viejo que está tomando un café en Starbucks. Hay un cuchillo que está debajo del bonsái de palmera.
Salgo del baño, agarro el cuchillo, voy al café. El viejo está medio vomitado.
-Te mandó a matarme, ¿no?
Dejo que reine el silencio. Estoy en la duda de si cortarle el cuello o apuñalarlo.
-Te chamuyó, no tiene más frula. Si volves te pega un tiro.-…Decido cortarle el cuello…-Y si te interesa salir de acá yo se como podés hacerlo.-Me detengo. Lo miro.
-Te escucho.
-¿Vos sabes que es este lugar?-Me pregunta el abuelillo.
-Es un mall.
-No. Este es Él Mal.-Lo miro.
Pienso “¿Cómo puede esto ser el mal, si el mal y el bien no existen, viejo chupa pija?”. Se ríe y niega.
-Se que no me creés. Te olvidaste al llegar, al igual que yo, al igual que todos los que estamos acá, que diferencia había entre lo malo y lo bueno. Parecen ser lejanas abstracciones de hipócritas… pero viendo este lugar te das cuenta de lo vacío que deja a todo el que pisa acá.-Asiento ante lo que me dice el viejo hincha huevos… ¿me tengo que comer la introducción y cuatro capítulos antes de que me diga lo que sabe?
-¿Por qué te quedas acá si sabes como salir de este eterno bodrio?
-Yo no puedo salir. Me quedé demasiado tiempo acá.
Lo miro.
-¿Y como salgo?
-Mira, yo soy físico -Sigue divagando…-e Ingeniero nuclear, trabajo por “whatsapp” para el pentágono. Por eso me pude dar cuenta que era lo que uno tenía que hacer… lo único que tenes que hacer es todo el camino exactamente al revés de cómo lo recorriste para entrar.
-¿Solo eso? Ya traté y no pude.
Comenzó a reírse a carcajadas.
-¿Cuál es el chiste, viejo forro?
-La segunda ley de la termodinámica. Es inviolable, dice que “todo proceso real es irreversible” o, en castellano “lo hecho, hecho está”.-Dijo desternillándose de risa.
“nadie puede volver atrás los pasos que caminó”

Lo miré con todo mi odio. Lo apuñalé con mi mirada antes de degollarlo.
El cuchillo corrió para atrás. Se le reconstruyó el cuello, fue al revés nuestra conversación al él ponerse serio. Volví al baño, dejando en mi camino el cuchillo. Estornudé toda la cocaína. Mi orto tragó toda la mierda del baño. Vomité la hamburguesa. Un cajero me dio dos pesos de un soborno y después gané dinero vendiéndole a McDonalds la hamburguesa, me pagaron a la tarjeta de banco de una anciana a la que devolví la vida reconstruyendo su cabeza al correr los fragmentos de un jarrón…
Unas dos semanas antes retorné al flujo habitual del tiempo.
-Volver del mal es imposible, por la segunda ley de la termodinámica.-Dijo Ulises, mi amigo.

-Te equivocas. Solo es muy improbable.-Le dije.- La segunda ley es estadística. Te tengo que contar algo que está para que lo escribas...

jueves, 9 de agosto de 2018

Sapo de este pozo

Había sido un chiste tan malo que ni había causado gracia a los sapos de la laguna, los cuales estaban siempre risueños desde que las fábricas de la periferia de la urbe encontraron conveniente arrojar sus residuos en dicho lugar. Me apené un poco al darme cuenta que no me dejarían cruzarla, y debería bordearla para llegar a mi poblado. Siendo así, llegaría más allá de las nueve, en lugar de a las ocho, y ya habría terminado el festival, y debería dormir sin cenar por ser demasiado tarde y yo levantarme demasiado temprano para ir a enseñar al colegio. Ya habiendo caminado la orilla durante quince minutos apareció un sapito un tanto peculiar, teñido de arcoíris.
-¿Queres cruzar? – Preguntó de un modo anómalamente descarado.- Si me das la cinta que hay sobre tu pecho te lo permito.
Sapo de este pozo.
Lo miré con extrañeza. Miré hacia donde señalaba, tenía una cintita roja sobre el centro de mi pecho, tenía escrito algo. La saqué para verla mejor y se puso rosada, tenía escrito mi nombre. La giré un poco, se la entregué al sapito y me ofreció una balsa. Crucé por el río.
La fiesta fue agradable, mis amigas y mis amigos me brindaron mucho afecto y charlamos bastante. Había habido recientemente una abundante pesca de aguas vivas. Estaban sabrosas con tomate y palta. Bebí sin excederme demasiado y caminé en tranquilidad hacia mi hogar.
Dormí con mi frente cultivando una suave resaca que me acompañaría a dar clases entorpeciendo la fluidez de mi lenguaje.
Al despertar con le retronar de la alarma que inauguraba mi día fui a vestirme, luego traté de apagar la alarma pero mis intentos fueron en vano. Desayuné tostadas, agua (mucha) y una aspirina. Agarré el morral, la bicicleta, y pedaleé hasta el colegio. Cuando llegué al aula mi trabalenguas resacoso impidió que se comprendiera nada de lo que mi boca profería… igual los alumnos no registraron mi presencia… incluso pasó una desconocida, vestida de corbata, que dio la clase que debía dar yo. Al tomar todos con naturalidad ese hecho me fui con la furia en mi encarnada al bar, a escabiar.
El dueño no me registró y me serví por mi cuenta lo de siempre. Pagué y me fui cargando preocupación en mi encéfalo. Sentía que me faltaba algo.
Fui a meditar frente a la laguna. Pasó el sol, pasó la luna y varias veces vi repetirse ese ciclo. En una de esas se acercó a mí el sapo arcoíris.
-¿Sabes que cuando me entregaste tu nombre dejaste de ser y pasaste a formar parte de mi imaginación?

Me desperté. Todas las cintitas seguían estando, flotando en el estanque, sobre la hoja.